Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
Llega un momento en la vida en que uno empieza a hacer cosas raras. No sabes bien qué lo desencadena: puede ser la crisis de los 40, un divorcio, el aburrimiento o tu amigo que le ha dado por jugar al pádel cuando no ha hecho deporte en su vida. Y así, de la noche a la mañana, te ves corriendo una carrera nocturna, apuntándote a clases de surf o haciendo senderismo a las siete de la mañana un domingo. Empieza con una ligera sensación de inquietud, de “necesito hacer algo distinto”, y al final acabas preguntándote, ¿de verdad era necesario? También están los que se gastan tres mil euros en una bici de montaña que han cogido cinco veces en tres meses: eso duele de verdad.
Toda aquella persona que sienta que está en esta fase de la vida debería hacer un estudio de necesidades y planificar un itinerario ajustado a las características personales: estado físico y mental, situación familiar, tiempo disponible, presupuesto emocional y económico y número de personas dispuestas a apoyarte en tu aventura. Esta etapa no es para improvisar, aquí pasan cosas serias: crisis de pareja, lesiones, pérdida de la dignidad, distanciamiento de los amigos y decepciones varias por no poder cumplir con las expectativas fijadas.
A lo mejor sólo necesitas dormir más. Quizás con el taller de cerámica ya era suficiente. Pero no, porque tienes a tu amigo Leo emocionado con participar en una carrera de obstáculos y no quiere hacerla solo: Jose nunca ha ganado ninguna medalla, Ana se cayó de pequeña en la marmita como Obélix, Paco lleva meses haciendo crossfit y Vicky se apunta a todo con la energía de un scout. Entre tanta euforia colectiva, acabé dejándome arrastrar como una piedra más en la riada: “Va a ser muy divertido, vamos todos juntos, seguro que nos lo pasamos bien…”, dijeron. En ese momento no vi venir la tragedia y dije que sí.
¿Por qué no una cata de vinos, un paseo por la ría con bicis eléctricas o un taller de crecimiento personal? Pues toca arrastrarse por la arena, acarrear troncos y trepar por paredes para caer en una zanja con agua fangosa; ni punto de comparación.
No estaba preparada físicamente y mientras estaban explicando el recorrido yo no daba crédito, iba a ser una carrera muy dura; yo movía la cabeza de un lado al otro, incrédula, con los ojos bien abiertos y sin poder creerme lo que estaba oyendo. Aún así, cuando dio comienzo la carrera, mis pies empezaron a moverse, uno detrás del otro.
Aún no entiendo cómo no me fui a la playa con un bocadillo de tortilla y un libro, y más teniendo en cuenta el color de mis piernas. Un retiro de silencio, unos baños árabes o un curso de costura fácil: hoy en día las posibilidades son infinitas.
Mis amigos se lo pasaron genial y José y Ana quedaron terceros. Yo acabé en urgencias poniéndome la vacuna del tétanos con los brazos y manos que parecía que me había peleado con un puma: unos neumáticos demasiado gastados por los que tuve que trepar.
A veces, la mayor aventura es saber decir que no. ¡Feliz jueves!
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