Vía Augusta
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La conversión de Pedro
Llegó a mi despacho apesadumbrado y cabizbajo, pero con determinación. No estaba dispuesto a que nadie más le diese largas, y sin conocerme quería que lo escuchase y lo ayudase. En su desesperación había ido llamando a las puertas de las entidades sociales que conocía o de las que le habían dado referencias. Cansado, angustiado, me contó su historia.
Era un hombre de edad avanzada. Llevaba ya más de dos años en España, encajado en esa malévola perversión del sistema: no puedes trabajar legalmente porque no dispones de un permiso de residencia legal, pero aunque seas “ilegal” sí puedes trabajar ilegalmente. Mientras subsistía como podía, tuvo el atrevimiento de querer formarse. El sueño se iba haciendo realidad, estaba ya cerca: podría llegar más preparado al gran momento, ese día en que por fin, ¡con su número de identificación de extranjero!, tendría acceso al mercado laboral.
Se enteró de un curso de formación online y para pagarlo se había sacado una tarjeta prepago, pues solo con el pasaporte no se puede tener cuenta bancaria. Pero el dinero había volado, se lo habían robado. La estafa se había realizado a través de la misma empresa que le había ofrecido el curso y, después de cobrar, desapareció del mapa.
Con su decepción a cuestas cometió un segundo atrevimiento: creyó que tenía derecho a defenderse, a reclamar justicia, y se personó en la comisaría de policía a denunciar el robo. Cuál fue su sorpresa cuando le informaron de que al no tener los papeles en regla no tenía derecho a presentar denuncia, pero que lo tenían que multar porque él sí había cometido una ilegalidad: andar por ahí sin la necesaria autorización legal.
Con lágrimas en los ojos, el pobre hombre me enseñó el papel de la denuncia donde aparecía su nombre, y ahí mis ojos también se llenaron de lágrimas. Para poder ponerle la multa le habían otorgado un número de identificación temporal. Aquel NIE con el que tanto había soñado se había convertido de pronto en un boomerang que se volvía contra él, otra traba en un camino ya de por sí lleno de vicisitudes. El delito era su indocumentación, no el hecho de que hubiese una empresa de formación estafando a las personas migrantes.
Él lloraba de frustración, yo de culpa. Me sentía y me siento responsable de pertenecer a una sociedad que muestra con tanta desfachatez su deshumanización. La ilegalidad es la cama calentita de los desalmados, pero eso no le importa a nadie.
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