Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Pablo y Pedro
Este artículo no va del famoso libro de autoayuda de Rafael Santandreu. Aunque lo tengo en casa y no me cabe duda de que la magnífica obra Las gafas de la felicidad ha servido de terapia a medio mundo, yo nunca conseguí acabarlo. Siempre he sido más de práctica que de teoría y como con todo, he ido aprendiendo en la vida a base de ensayo y error. Lo sigo haciendo a diario y gracias a mi apasionante profesión, no vivo dos días iguales, así como no hay una jornada laboral que no termine sin haber sufrido ni reído, pero, sobre todo, aprendido. La vida del periodista es lo que tiene. En muchos casos, o al menos en el mío propio, significa renunciar a los convencionalismos, la comodidad y el apego. Es permanecer en una montaña rusa de sentimientos, vivir sin horarios y sin rutinas (aunque no lo entienda el resto del mundo). En mi experiencia, implica no seguir un canon “tradicional” propio de una mujer a los 33 como las de antaño, algo que no siempre es fácil de encajar por muchos, sobre todo, en los pequeños pueblos. Ese ha sido el peaje que he tenido que pagar por hacer lo que me gusta. Sin embargo, a día de hoy sigo sin querer bajarme de este tren. Quizá mis gafas de miope no sean las de otros. Quizá las mías miren de una manera distinta, más propia de aquellos que caminan con sueños en sus zapatos que de los que piensan en tener la cartera llena y un futuro seguro, certero y sin sobresaltos. Esta semana he conocido a Andrea y a Carolina durante un reportaje. Son dos chicas estudiantes que en unos días se examinarán de la temida Selectividad. Lo harán el mismo día que el resto pero en otro lugar del Campus del Carmen con otros 50 compañeros que, como ellas, tienen algún grado de discapacidad. Andrea y Carolina tienen limitaciones para ver. Una es demasiado sensible a la luz debido a una enfermedad congénita y la otra joven apenas tiene un 10% de visión desde que nació. Quieren estudiar Física y Traducción e Interpretación y para ellas “no existen barreras para triunfar”. Cuando les pregunté si encuentran dificultades en su día a día se echaron a reír y me dijeron, “¿Y quién no las tiene?”. Me dieron una lección de vida en menos de cinco minutos. Llovía y volví a la redacción con la cabeza en los pies, deshecha y al mismo tiempo feliz por recordar que los problemas son tan grandes como nosotros queramos que sean. Ser ciego no es un impedimento para volar y todos tenemos derecho a decidir cómo queremos alzar el vuelo para alcanzar el cielo. Nuestro particular éxito depende de nosotros mismos. No existen patrones establecidos para conseguir la felicidad, así como no existen gafas capaces de devolverle a Carolina la visión. Pero ella no las necesita. Con las suyas es capaz de ver y llegar mucho más lejos que el resto.
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