La flor azul

El concepto más genuino del romanticismo no fue en absoluto ajeno a la exaltación de la carne viva

No resulta fácil definir qué cosa sea el amor romántico, salvo si nos referimos a los usos sentimentales imperantes durante la edad así denominada que por lo demás abarca, en las naciones que leyeron el Werther, adoraron a Byron o veneraron a Hugo, periodos tan diferentes como el último tercio del XVIII, los inicios del XIX o las décadas intermedias e incluso avanzadas -ahí están nuestro Bécquer o la maravillosa Rosalía- del mismo siglo material y prosaico que alumbró el positivismo. No resulta fácil, pero todos lo asociamos a una suerte de exceso almibarado e incluso tóxico por el que la criatura amada pasa a ser un objeto pasivo y el amador -o la amadora- prescinde del imperfecto ser real en favor de una imagen idealizada.

Con razón la edad contemporánea se ha revuelto contra unos estereotipos no sólo ñoños, sino también dañinos que a menudo han servido como coartadas para encubrir o justificar el afán de dominio y la sumisión de la parte de la humanidad -incluidas las vaporosas musas, que no dejan de ser una encarnación sofisticada del sexo débil- a la que no se reservaba otro destino que el acatamiento. Ocurre que el adjetivo se ha devaluado hasta extremos irrisorios y hoy llamamos por ejemplo, o más bien lo hacen los departamentos comerciales, novela romántica a un género de subproductos que siguen perpetuando -y además con cierto éxito, lo que no deja de ser inquietante- los tópicos más empalagosos. Algo había de evanescente en la imagen de la flor azul, convertida por los alemanes en símbolo del anhelo de infinito, pero el concepto más genuino o perdurable del romanticismo -que tiene poco que ver con la moral victoriana- no fue en absoluto ajeno, sino más bien al contrario, a la exaltación de la carne viva.

Paradójicamente, las pasiones ingenuas o arrebatadas de los antiguos folletines, que hoy nos hacen sonreír o juzgamos con displicencia, pudieron representar una vía de escape a la rigidez y la mojigatería asociadas a las llamadas buenas costumbres. Lo fueron de hecho cuando predominaban la represión y los modelos constrictores y tal vez lo sigan siendo ahora que, de nuevo a contracorriente, tampoco se ajustan al patrón impuesto por quienes han convertido las relaciones afectivas en un negocio, ciertamente rentable -para los que explotan sus derivados- pero desprovisto de cualquier implicación emocional y como tal sujeto a la mera expectativa del beneficio. Frente a esa consideración mezquina, el amor desinteresado es y será siempre -tanto más valioso en la era de los mercaderes- un sentimiento subversivo.

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