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A poco que volvamos nuestra mirada hacia la Historia, podremos darnos cuenta de que, en la mayor parte de las ocasiones, han sido los propios reyes y reinas los que mayor daño han infligido a la institución monárquica. Despilfarros, incompetencia, veleidad política, corrupción, felonía o vidas licenciosas han socavado más la base de los tronos que conspiraciones, revueltas y revoluciones. Incluso cuando la monarquía era considerada divina y absoluta, la inadaptación al cambio y el excesivo distanciamiento entre el rey y su pueblo provocaron que la famosa frase de "¡Viva el rey y muera el mal gobierno!" se trastocara en "¡Muera el rey y viva el buen gobierno!". En el contexto de algunas democracias occidentales, la supervivencia de la monarquía parlamentaria -que no sólo constitucional-, con todo el privilegio que comporta y que es susceptible de ser cuestionado en un marco de igualdad civil para la ciudadanía, ya no responde realmente a una cuestión de funcionalidad institucional (apenas algunas tareas concretas y casi todas honoríficas les atribuye el marco legislativo), sino que únicamente puede entenderse en la medida en que la corona sea símbolo o depósito de valores. Cada persona colocará en este repositorio aquellos que mejor o peor concuerden con su forma de pensar. Unos entenderán que la monarquía encarna la tradición, la unidad, la distinción o el orden; otros, en cambio, considerarán que representa el privilegio decadente, la autoridad impositiva, la desigualdad o la reacción. En el fondo, el símbolo es un cajón vacío donde cada quien guarda lo que quiere a poco que se le ponga por delante la ocasión. Llenarlo de ideología es tan absurdo como pensar que la república es una forma de gobierno indisolublemente unida a las corrientes progresistas o de izquierdas: me ahorro los ejemplos. Y, sin embargo, unos y otros, adeptos y detractores, seguramente, querrán identificar, al menos, una cualidad en el monarca: su ejemplaridad. Si el soberano no es ejemplar, todo lo demás se desmorona y el cuestionamiento de la persona termina salpicando gravemente a la institución. La ejemplaridad de cualquier rey es su factura a pagar a cambio de la sangre azul, por eso las malas cabezas han hecho frecuentemente que las coronas se tambaleen y caigan. Son los reyes, pues, con su falta de ejemplaridad, los que más abatida dejan a la monarquía y, tras ellos, coadyuvan a su fin los que creen apoyarla justificando lo injustificable, tratando de restar importancia a sus errores soberanos o de perdonarlos en recuerdo de otros beneficios a cuenta. Craso error de los que aún no saben que sólo sobreviven los símbolos que, después de vapuleados, diseccionados y criticados, siguen ofreciendo algo emocionante en que creer.
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