
Monticello
Víctor J. Vázquez
¿Qué jueces queremos?
P edro se ríe, pero no le hace ni puñetera gracia. Bromea y ejecuta, como un cyborg, los chistes que sabe que les gustan empleando la crueldad justa que se requiere para no herirse con sus propias palabras ni perder la confianza del grupo. A lo largo de los años ha aprendido a comportarse así. La experiencia es un grado, y en eso de fingir Pedro es capitán general. Es un experto en hacerse invisible. Catedrático del disimulo, hace tiempo que reproduce a la perfección sus movimientos, incluso su forma de hablar, y ahora se sabe todos sus chistes y chascarrillos. Con un poco más tiempo pasará tan desapercibido como cualquiera de ellos y no tendrá que irse del cole como la otra vez. Es verdad que a Pedro no le gustan las niñas. Tampoco los niños. A Pedro lo que le gusta es el fútbol y jugar al Fortnite, leer según qué libros y ver Stranger Things. No le hace falta mucho más. Amigos no tiene porque no puede fingir durante tanto tiempo (todavía), y su familia apenas está nunca. Tiene a su abuela, eso sí, que lo conoce mejor que nadie. Hoy va a comer con ella, así que se despide de los colegas con un último y apresurado chiste sobre la cabalgata de esta tarde. Su nuevo cole le cae ahora muy lejos del barrio y la abuela se enfada si tiene que recalentar la comida porque, dice, en el microondas se pierden las cosas buenas de los alimentos.
Así que corre como alma que lleva el diablo hasta que llega a la esquina de la calle, donde se detiene y observa con atención, en busca de caras conocidas que no quiere volver a ver. Allí están. Sus antiguos compañeros. Se empujan y se dan golpes, armando jaleo con sus gritos y risas. Lo propio. “Que no me vean, por favor. Que no me vean”, pide a quien le escuche mientras se agacha tras una furgoneta, esperando a que se vayan. Con el corazón palpitándole en la garganta, los escucha alejarse y entonces echa una última carrera hasta el portal. “Maricona”, se oye, y luego las risas. No mira hacia atrás. Sigue corriendo hasta que abre la pesada puerta de hierro del edificio, y luego corre de nuevo, subiendo las escaleras a toda prisa para llegar al tercero cuanto antes. La abuela, que le espera en el rellano, abre los brazos justo cuando Pedro empieza a llorar. Va hacia ella despacio y la abraza con fuerza mientras entran en la casa. Sin dejar de abrazarlo, cierra la ventana para que no se oigan las risas que aún resuenan en la calle y sube el volumen de la tele. Debaten sobre la manifestación de hoy, y la abuela se pregunta para qué tanta discusión, tanta palabrería, tanta bandera y tanta historia si nadie habla de lo más importante. Si nadie dice que lo único que se necesita para arreglar esto es que todos pensemos en cómo se sienten los demás con lo que les hacemos. Al fondo, un cuñao exige una fiesta del orgullo hetero. “Anda y vete con tus muertos”, dice en voz alta la abuela, y apaga la tele con toda la rabia que le cabe en su diminuto cuerpo.
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