
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Saber irse
Brindis al sol
Contado de forma rápida, podría decirse que uno de los primeros rasgos específicos de los habitantes de occidente fue detenerse asombrados ante la singular impresión que transmitían ciertos objetos. Y al reflexionar sobre esta cualidad la llamaron con una palabra ahora conocida como belleza. Además, buscaron crear otros objetos que produjeran esa misma emoción y los calificaron de artísticos. Desde entonces, belleza y arte han estado vinculados, como si uno obligara a la comparecencia del otro. Sin embargo, poco a poco, surgieron estudiosos que pensaron que la emoción que escondía el concepto de belleza también podía encontrarse en otros objetos que, no sólo no eran artísticos, incluso se alejaban del lo que estos significaban. Denunciando así, que el arte se había adueñado de la belleza, mostraron cómo otros objetos, alineados en el lado opuesto de lo artístico, también conmovían a quienes lo presenciaban, provocando en ellos el mismo efecto que la belleza artística. En esta batalla –concederle un atributo parecido al de la belleza a otros objetos en apariencia no artísticos– ha estado inmerso, décadas y décadas, Mario Praz. Había habido intentos anteriores de facilitar otras teorías para justificar el atractivo que encierran objetos que suelen calificarse de feos, grotescos, macabros, monstruosos, bizarros, en resumen, raros. Ya que se salen, por completo, del canon lo que hasta entonces había apuntalado a lo artístico. Pero en este profesor e investigador italiano, especializado en literatura inglesa, este interés se convirtió en una devoción no desmentida en decenas de libros. Fue el suyo un desafío, una entrega, basada, además, en una gran erudición, para que en a toda una serie de objetos raros también fuera perceptible la belleza que los acompañaba. Ya en 1960 Mario Praz publicó Bellezza e bizzaria, como apoyo teórico a sus propuestas. Después vino La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, que provocó, como sus restantes libros, gran escándalo académico. Solo la gran película de Visconti, Confidencias (1974) logró extraerlo de su injustificado ostracismo. Por fortuna, esta edición, en Atalanta, de su antología personal, La voz tras el escenario, devuelve su merecida palabra al gran sabio-precursor de los cambios de cánones que se avecinaban.
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