RELATOS DE VERANO

javier sáez de ibarra

Vida de músico (II)

Vicente se había detenido en la puerta del café para examinar su aspecto en los vidrios de la entrada. Fueron unos segundos, y aún dedicó otro rato en mirar a un lado de la calle, por donde Rafaela se había retirado hasta después. Billy lo observaba sentado en un sofá de dos plazas pegado a una pared de ladrillo; un brazo extendido por el respaldo, la mano herida oculta bajo la mesa. Ahí esperó a que el muchacho se le acercara, sin levantarse.

-Hola -le dijo.

Billy observó la presencia de sus once años antes de indicarle con un ademán y una sonrisa que tomara asiento frente a él.

Se acercó un camarero. Les sirvió un refresco y una segunda cerveza. Aparecían los minutos como racimos, que cuelgan y pesan, que se hacen notar. El niño le dijo:

-¿Sabes?, toco el saxofón.

Saberlo, ¿recordarlo?, registrarlo, le agradaba a Billy. Dio pie a que charlasen de música. Billy le habló del gran Thelonious, de Tete, incluso de sus compañeros; hacía tanto que no pronunciaba esos nombres... Le pidió que la próxima vez llevara su instrumento, que le gustaría mucho oírle tocar.

Durante la entrevista, hubo momentos en que padre e hijo permanecían callados, uno enfrente del otro. El chico entonces revisaba el local, sus propios zapatos o sus uñas. Billy no sabía si aquello incomodaría al chico; a él mismo ciertamente no. Se le habían agotado las palabras y lo que quedaba no era sino aceptar que el silencio fuese pasando entre ellos, sin otro propósito acaso que dejar las cosas algo más claras.

El chaval apuntó con el mentón hacia su mano lastimada como para preguntarle; pero no dijo una palabra. En el mutismo consentido, tal vez los dos admitían una coincidencia de su carácter; como la huella que deja una generación en otra, pensó Billy.

Se cumplió el plazo de espera para el comienzo de las sesiones de rehabilitación, había que recuperar los tendones y el fisioterapeuta debió suponer que se presentaría; pero Billy no acudió. Tampoco se lo contó a nadie. Miraba su mano yerta y extraña, que ayudaba lo justo para vestirse, para subirse la cremallera después de usar el baño, que le había hecho más vulnerable a bordo de un autobús o simplemente andando por la ciudad. Si se descuidaba, la venda que la cubría se volvía amarilla, porque de la pereza no la cambiaba a su debido tiempo. Acabó por arrancársela y dejar la cicatriz a la vista, el corte que la había partido. Parecía un dibujo medianamente largo, soportable y, sin embargo, era en lo profundo donde había dejado el daño, ahí, dentro, en lo que no se ve.

Billy le preguntó a Rafaela si quería que volviese a casa con ellos. Hablaron del tema. Ella no sabía si era una decisión precipitada de él, y si iría a cambiar de opinión en cuanto pasaran cinco o seis días.

-No sería bueno para el niño; ni tampoco para nosotros dos… Me da miedo que volvamos a hacernos daño.

Él le dijo que comprendía sus reservas.

Rafaela le preguntó si tenía trabajo. Billy reconoció que no; vivía de algunos ahorros, también del dinero que le habían devuelto varios amigos y del que le habían prestado. Con la mano así no podía tocar. Le ocultó que estaba descuidándose, y del peligro que corría si la inmovilidad de su mano se hacía crónica.

-Billy -le dijo-, no voy a hacer un nuevo intento contigo así, sin garantías.

Vicente llevó a su casa suspensos en tres asignaturas; no supo darle a su madre ninguna explicación. Rafaela achacaba todo a la expectativa que el chico se había creado de volver a vivir con su padre, las emociones que habían surgido sin querer.

-¿Por qué no ha querido verme hasta hora? -interrogó a su madre.

Ella contestó que Billy siempre había sido impredecible, aunque a él lo quería muchísimo. Pero más lo querría si era un buen estudiante, y no sólo si progresaba con el saxo.

Vicente y Billy habían hablado también de todo eso. Billy le dijo a su hijo que la música era un tesoro mayor que ningún otro y que, si se perdía, nada podía volver a tener sentido para una vida como la suya.

-Sí -le contestó Vicente-, estoy muy de acuerdo. Aunque en la vida también hay otras cosas importantes.

Billy lo miró intensamente.

-¿Qué cosas son esas?

El chaval se apretaba las manos, conteniendo sus nervios.

-Cosas -le dijo-, cosas… como el amor hacia una madre, por ejemplo.

Billy se echó para atrás en su asiento; sólo respondió un bajísimo: "bueno". Una palabra sincera o condescendiente o dubitativa, eso no podía saberlo Vicente.

El chico hizo un esfuerzo por recuperar Matemáticas y Lengua, dos de las difíciles; quizá también le ayudaron los profesores, porque la madre había hablado con ellos acerca de su nueva situación familiar. El tutor sugirió que acaso la música le quitaba demasiado tiempo de los estudios. "No", se anticipó Rafaela, "eso de ninguna manera". Se lo veía contento, con sus libros y con su saxo lustroso, a Vicente.

-Cuéntaselo a papá, por favor.

-Cuéntaselo tú el sábado, cuando lo veas.

-Llámale. ¿Va a volver a vivir con nosotros algún día?

-¿Te gustaría?

Vicente la miraba con incredulidad. Luego entendió y dijo:

-¿Vais a hablar de eso?, ¿eh? ¿Por qué no se lo preguntas?

-Mañana.

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