Venecia en peligro

Con esto no se está defendiendo el turismo más distinguido del diletante que abundó en la Venecia del XIX

El lunes, la Unesco pedía incorporar a Venecia a la lista de “patrimonio mundial en peligro”. Peligro que, como es fácil adivinar, es de naturaleza turística. Cualquier visitante de Venecia alberga con facilidad dos sentimientos opuestos ante la primera visión de la ciudad. El sentimiento de asombro, de maravilla, de radical deslumbramiento, y la conciencia de una difusa culpabilidad, al participar en la demolición, grave, constante, minuciosa, de este milagro sobre el agua. Alguna vez hemos recordado aquí la boutade de Eco, proponiendo una réplica de Venecia, para salvar la ciudad original, añadiendo el atractivo lúdico y posmoderno del pastiche. Hoy esas réplicas existen (parciales y no muy rigurosas), lo cual no ha impedido, sin embargo, esta escrupulosa devoración de la Serenísima.

Con esto no se está defendiendo el turismo más distinguido del diletante, que abundó en la Venecia del XIX, y uno de los cuales fue John Ruskin, responsable de una imagen crepuscular de la ciudad, llena de secreta magnificencia. De hecho, el acceso masivo al turismo que se da en la segunda mitad del XX es uno de los fenómenos sociales más “democráticos” e igualitarios, como aglutinador de clases, que hemos conocido. Sin embargo, este tráfico innumerable se ha demostrado excesivo para algunos lugares como Venecia. El turista bobo que escribe su nombre en las pirámides no es un hecho actual: ya existía en tiempos de Flaubert, quien se quejará de esos actos de egolatría pueril y destructiva. Y Twain, en su viaje a Tierra Santa, recordaba que las autoridades musulmanas tuvieron que proteger el Santo Sepulcro de la avidez con que turistas y peregrinos lo erosionaban, arrancándole pequeñas piedras, como preciadas reliquias.

Es, pues, un gesto universal de admiración el que ha llevado a Venecia a su trágica fragilidad, y a su instrumentación como decorado, en el que abundan los apartahoteles y escasean los lugareños. Esto es algo que en España conocemos bien, sin que nadie parezca encontrar una solución a esta “privatización” de la vecindad y de la vida pública. Es el acceso masivo a un cierto grado de bienestar económico y de educación del gusto el que ha traído, como paradoja insoluble, este peligroso asedio a aquello mismo que se ama. En tal sentido, la incivilidad de algunos turistas no es más que un añadido residual a un fenómeno planetario, cuya estructura es simple. Por un extraño pliegue de la historia, el apetito de conocimientos puede dejarnos sin nada que admirar ni conocer.

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