Enhebrando

Manuel González Mairena

Rozaduras

Al quitarme el zapato se confirmaron mis sospechas. Esa molestia, ese dolor de nivel bajo, aunque suficiente para mantener en contacto las neuronas del tobillo con las del cerebro con un mensaje claro: así no podemos seguir. ¿Cuándo comenzó? ¿Cuándo se hizo? La cuestión es que ahí está. La rozadura es una herida del tiempo. El roce. El contacto. Un continuum. Perece que fuera inevitable. Quizás el compendio de calzado, calcetín, recorrido, y la suma de las condiciones climáticas. Quizás se inició otro día y éste simplemente se agravó. Quizás, quizás… Recuerdo que la primera vez que fui a mi terapeuta me preguntó si podía concretar el origen de lo que me había llevado hasta aquel sofá azul verdoso en aquella acogedora consulta. Con los pies apoyados en aquella alfombra que jugaba con las formas geométricas y las tonalidades que van del blanco a los verdes y azules, respondí que no tenía ni idea, que todo era un cúmulo. Como las toallitas que atascan el bajante de la comunidad de vecinos. Como los sedimentos que crean un delta en la desembocadura de los ríos. Todo lo que se deja correr está abocado a acumularse en un abandono que crea heridas. Cuando no existe una sola causa es lo que sucede. Cuando lo dejamos ir aparecen las rozaduras. Pero allí estaba, una vez activado el protocolo de la tristeza, dispuesto al remedio. Qué mayor sedimento que la vida. Qué mayor abandono que uno mismo. 

Por suerte, las rozaduras, las heridas, curan bien. Cuestión de cuidados y, llegado el caso, de especialistas. Acaban pasando. Ahora lo que tengo entre manos es un pañuelo de papel que me acompaña como el más fiel de los amigos. En el bolsillo del vaquero, en el bolsillo de la sudadera, en el bolsillo del pijama. Es que bajen las temperaturas y que se active el protocolo del resfriado. La congestión. Los mocos. En la encimera de la cocina ya está configurado el bodegón de invierno con naranjas repletas de vitamina C y cápsulas de paracetamol. Pero es que es hasta normal, menudo frío estamos pasando. Un invierno en toda regla, con sus grados negativos y todo. Una tortura a orillas del Atlántico en unas edificaciones hechas para combatir el calor y no su reverso gélido. El otro día unos alumnos ucranianos huidos de la guerra me decían que nunca habían pasado tanto frío, que era muy húmedo, que a ellos no les importaban los menos quince grados mientras que fueran secos. Y yo les afirmaba con una bufanda, un gorro, guantes, y una incipiente estalactita mucosa. Tampoco sé cuándo comenzó este resfriado. 

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