A primera hora de la mañana, los electores se agolparon en la puerta de los colegios para ver por cuánto podían vender su voto. Los muñidores comenzaron ofreciendo tres duros por cada voto, pero, viendo que había poco movimiento electoral, a mediodía ofrecieron cinco y una ración de copas. A la una de la tarde, el voto empezó a valer treinta y cinco pesetas y, a partir de esa hora, la mercancía aumentó su cotización hasta los siete duros. Viéndose de este modo amenazado por una muy probable derrota, el candidato perjudicado ofreció hasta diez. Hubo quien, a un cuarto de hora de cerrar los colegios, pudo vender su voto a doce duros, pero también hubo quien, por esperar una mayor subida, apuró tanto que encontró ya comenzado el escrutinio.

Corría el mes de febrero de 1922 y este relato de las elecciones municipales de una pequeña capital de provincias, como era Huelva, podría hacerse extensible prácticamente a cualquier otro lugar del país. Los electores españoles -todos ellos varones y mayores de edad- vendían su voto en un juego especulativo que poco tenía que envidiar a la bolsa de Nueva York. Como en toda transacción, el precio del producto quedaba determinado por la percepción subjetiva que vendedor y comprador tenían de su valor. El candidato era consciente de que su carrera política dependía de una correcta amalgama de clientelismo y corrupción electoral y estaba dispuesto a pagar una cantidad suculenta por cada papeleta. El votante procuraba sacar el mayor partido posible de su voto, pero, por el mero hecho de ponerlo en venta, evidenciaba ya su desafección hacia la política, su infravaloración del sufragio y su escasa cultura política.

Cuando terminemos de rasgarnos las vestiduras ante este espectáculo vergonzante de nuestro pasado, tal vez debamos mirarnos un rato el propio ombligo y reflexionar sobre lo que significa menospreciar el voto. Siempre me ha sorprendido extraordinariamente que le tengamos tan escasa estima a un derecho político universal y fundamental que nos costó tanto conseguir a los españoles y que tan poco hemos disfrutado (poco más de 80 años los hombres, ni siquiera 50 las mujeres: nada, en términos históricos) y que, con tanta feracidad, proliferen la abstención y la indiferencia. Igualmente, me sorprende que el voto se siga vendiendo tan fácilmente ante la promesa electoral vacía y que, en ocasiones, simplemente se le entregue a fondo perdido a quien contenta a su elector con cuatro frases hechas, dos eslóganes contundentes y algún que otro ofrecimiento populista. Lugares comunes, símbolos y emociones, en lugar de duros.

También hoy parece que estamos en la puerta del colegio electoral esperando a ver qué nos ofrecen. Aunque ya no medien dinero o copas, el menosprecio implícito en la venta del voto continúa y la falta de cultura política y de pensamiento crítico menudean a nuestro alrededor.

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