Cristóbal, el despensero de Lepe, y el marinero Antón murieron en una emboscada de los indios en Cebú; Bartolomé fue apresado por los portugueses en las Molucas y murió poco después; el grumete ayamontino Francisco encontró la muerte en el presidio de Malaca; los marineros Sebastián y Francisco, este último de Moguer, murieron en el intento de tornaviaje de la Trinidad por el Pacífico… Y así podríamos seguir. Con la imprecisión lógica de las fuentes de la época resulta difícil saber cuántos onubenses participaron en la expedición de Magallanes hacia el Maluco, ese eldorado del clavo de olor y la nuez moscada, pero no parece que fueran menos de 34 y pudieron incluso acercarse a los 40. Tampoco sabemos con precisión cuántos de ellos murieron o cuántos retornaron, fuera después de circunvalar el mundo o deshaciendo sus pasos en la San Antonio. Algún piloto de lustre, marineros y grumetes sobre todo, pero también personal de servicio, sobresalientes, pajes e, incluso, un intérprete constituyeron la aportación de la actual provincia de Huelva -la que más aportó en tripulación con diferencia- a la expedición de Magallanes que, luego, se convirtió en la de Elcano. En estas conmemoraciones nacionales, cuyo objeto y sujeto siempre me cuesta reconstruir, y en las que solo parece hablarse de imperio, grandeza y poder, sus nombres humildes casi no se mencionan y sus historias permanecen eclipsadas, dejadas estar a la sombra de las grandes hazañas, el arrojo de los capitanes y el empuje de las coronas. Sin embargo, a lo largo de la travesía, fueron ellos los que se comieron ese pan que Pigafetta contó que ya no era pan, "sino un polvo mezclado con gusanos, que habían devorado toda la sustancia y tenía un hedor insoportable por estar empapado en orines de rata" y se bebieron el agua "pútrida y hedionda" que el italiano también describió.

Por ser de Huelva, los de Huelva llevaban consigo, sin duda, la experiencia que proporcionaban muchos años -quizás siglos- de ganarse la vida en el mar, a veces hasta alcanzar el golfo de Guinea, pescando, guerreando, comerciando, traficando con esclavos…, pero también la frustración de ver que toda la riqueza del descubrimiento y la conquista fluían hacia otras tierras dejando la suya excluida y olvidada. A efectos de la efemérides, todos ellos están fuera de la historia: no han merecido ni estatuas, ni monedas conmemorativas, ni que se recuerden sus nombres en ningún acto. Olvidados por las autoridades de turno, apenas les queda el trabajo pulcro y atento de algún historiador que, seguramente sin financiación para su investigación, les volvió la mirada y relató sus diminutas historias.

Se les excluye quizás porque su valor para embarcarse en un viaje lleno de incertidumbres y peligros era ese valor insustituible que dan el anonimato, la miseria y la falta de futuro. También pasa en nuestros días.

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