Cartel de la película Napoleón.

Cartel de la película Napoleón. / M.G.

Dos horas y treinta y ocho minutos dan para mucho. O para muy poco. Intento amortizar lo que me ha costado la entrada fijándome en el vestuario, que es impecable, y las localizaciones, que en efecto son evocadoras. Algunas escenas están tomadas de la pintura y discurren por la pantalla, fugaces, los cuadros de David, Lefèvre o Goya. Se agradece. Wellington se parece a Wellington, pero el propio Napoleón no se parece a Napoleón, por mucho que lleve el vistoso traje de terciopelo rojo con que lo retrató Ingres. También se intuye el relato de Tolstoi sobre la batalla de Borodino en “Guerra y Paz”. El ruso no nos ahorró visualizar la confusión, el horror, el amasijo de vísceras humanas y cadáveres de caballos y los ríos de sangre sobre el barro que comportaba la guerra. La película también lo hace, pero no dejo de revolverme en la butaca.

La primera frase que aparece sobre la pantalla oscura nace ya fallida: es imposible resumir toda la revolución francesa, con su complejidad y sus claroscuros, en unas pocas palabras. Pero es una primera frase que posiciona desde el principio al espectador, que deforma todo lo que ha de venir y que anuncia que todo será un camino sin fin de alteración y amputación histórica. Los historiadores llevamos mal la ficción. Es nuestra condena y la tenemos que asumir. Disfruten, pues, todos los que puedan de las novelas históricas de Pérez Reverte o Posteguillo y de las series sobre Viriato, Roma, Isabel la Católica, la corona británica o la corte de Versalles. Como puro experimento, hasta yo vi la de los Medici, que tenía una banda sonora de lo mejor y, de nuevo, localizaciones de lujo. En contadas ocasiones, se puede tragar saliva.

En realidad, nada de esto se concibió para reflejar la historia, sino para agradar a un público ávido de entretenimiento y deseoso de adquirir cierto conocimiento sobre el pasado, que quiere reconocer sin esfuerzo lo que ve y también reconocerse en ello siglos después. Por eso, en estas producciones, el propósito de despertar emociones contemporáneas se antepone al reflejo fiel de una historia en la que los hechos no siempre interesan y las emociones podrían resultar desconcertantes. A la Calpurnia o a la Cleopatra de Mankiewicz las maquillaban como a mujeres de los años cincuenta y sesenta para hacerlas atractivas al gusto de sus espectadores, no al de su época. Pues lo mismo, pero conceptualmente y sin que apenas nos demos cuenta.

Aun así, lo peor de todo esto no son las casi tres horas de este Napoleón de atrezo, dedicado durante toda la película a acostarse con Josefina o a matar gente, sin ningún guiño al contexto geopolítico, a su visión del Estado o a la transformación del pensamiento. Lo peor de todo es que, en este y otros casos, la ficción no refleja la realidad, pero sí que la construye y, mientras la historia desaparece paulatinamente de los estudios escolares, la gente absorbe una concreta interpretación de nuestro pasado, nunca inocente, siempre utilitaria y perturbadora.

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