De todas las experiencias que nos da la vida siempre se aprende algo que te hace crecer como persona, a veces estas lecciones nos hacen reflexionar y nos dan opción a cambiar, pero otras nos dejan conmocionados para el resto de nuestros días.

Si pensamos en lo vivido con la pandemia, la reclusión de unos meses de nuestras vidas en nuestro entorno familiar y el cambio en nuestra rutina, nos ha hecho levantar la cabeza de la vorágine diaria y darnos cuenta de algunas situaciones de las que no éramos conscientes.

De pronto nuestra vida cambia y las cuestiones que antes nos parecían secundarias pasan a primer plano, pero, por el contrario, relativizamos cosas que antes nos parecían muy importantes y que nos ocupaban gran parte de nuestro tiempo.

De esta manera algunos se han dado cuenta de la soledad que los acompaña en su vida, y que cuando el trabajo no les requiere y su vida social no les da oportunidades, aparece su auténtico entorno personal, un entorno que tenían terriblemente descuidado y que la pandemia les ha enseñado la importancia de dedicarle un tiempo compartido, antes de llegar a un punto de no retorno donde ya no hay solución.

También están los que han comprobado que, en realidad, no soportan su vida en pareja y que necesitan un cambio urgente en una situación que se prolonga por no tomar una decisión valiente.

Hemos podido comprobar la sensibilidad, o más bien la falta de ella, de personas que ni siquiera han estado dispuestas a hacer el más mínimo esfuerzo por los demás y que se han negado de manera visceral a ponerse la mascarilla por simple convicción personal, sin respetar el derecho de los que le rodean a tener miedo a que les contagien. Un acto tan sencillo como ponerse la mascarilla, aunque no se comparta esta preventiva norma de convivencia, es una muestra de empatía, respeto y preocupación por el prójimo, los que se negaron a usarla nos trasladaron el mensaje de que les importaba un carajo lo que les pase a los demás, y que les daba igual, incluso ante la duda de si era efectiva o no la medida, la posibilidad de que pudieran ser ellos los contagiadores.

Los hay que se han dado cuenta, de que el lugar donde pasan la mayor parte de su vida, su casa, no es un espacio que les haga felices y que como mínimo necesitan adaptarlo a sus gustos. Pero la lección más dura la han sufrido los que perdieron sus trabajos, lo que vieron cómo sus negocios, prósperos hasta ese momento, de un día para otro se venían abajo, y, por supuesto, los que tuvieron que despedirse de familiares o amigos a los que no les tocaba irse, y aprendieron que todo puede cambiar de un día para otro y que no hay que dejar pasar la oportunidad de disfrutar de la vida cuando ésta te es propicia.

Finalmente, también están los que no han aprendido nada, quizá porque no se han visto afectados de manera directa, o porque su coraza no les hace ponerse en la piel de los demás. Para ellos puede que la vida les tenga preparada alguna lección a la vuelta de la esquina y entonces no les quedará más remedio que aprender algo.

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