Cuando diciembre comienza a hacer las maletas, tu memoria empieza a tejer las vivencias imborrables de los días que volaron hasta llegar a su fin. Buscas la lista de voluntades y compruebas que, aunque muchas de ellas estén tachadas con una tenue línea, algunas de tus promesas se quedaron a medio gas. Esperanzada por el nuevo lunario, comienzas una libreta de hojas blancas que arropan cada línea escrita con las ilusiones renovadas, los sueños futuros, las metas por dibujar y los proyectos por escribir. Pero algo dentro de ti ha cambiado. Los últimos calendarios han sacudido tu orden, bombardeando tu equilibrio y dejándote exhausta ante la fiera realidad.

En los ojos de aquella mujer de 96 años, reconoces el miedo de otras tantas que aún no se atreven a salir de casa. Su pelo blanco te evoca la crueldad de la enfermedad haciendo que lo distante no tenga cabida en un mundo interconectado. Porque en estos meses viviste las calles desiertas de tu ciudad, conociste a personas que perdieron su sustento y que tuvieron que recurrir a una hilera que les rellenara la nevera. Supiste lo que valía el abrazo y aprendiste que el mayor calor es el que te da tu hogar y que no tenerlo significa vivir desprotegida. Reconociste en la cultura el mejor salvavidas para alejarte de tus fantasmas. Aprendiste a llamar esencial a la persona que hace que todo llegue. Y mientras, la tragedia de las cifras diarias te recordaba el valor de la vida y la salud.

La normalidad puede ser corriente hasta que se esfuma y se hace insoportable vivir sin ella. La pandemia nos paralizó y sacudió nuestra cotidianidad para hacerla aún más valiosa. Atemorizados, miramos al cielo pidiéndole a la ciencia que nos sacara de este atolladero que nos asfixiaba el devenir. Meses más tarde, vemos en la sonrisa Araceli el esfuerzo callado de miles de profesionales que han dado su tiempo por cuidarnos. Fruto de la cultura o la creencia, Araceli, emocionada y risueña, le dio las gracias a una deidad etérea. Pero la ciencia ha sido la única y gran responsable de este episodio histórico. La media europea en I+D se sitúa en el 2,12%, cerca del 3% en algunos casos. Sin embargo, España apuesta el 1,24%, lo que denota una desventaja en el crecimiento de nuestro país.

Lo vivido nos empuja a actuar y a invertir por quienes trabajan por la vida y el futuro. Son ellas las que necesitan una inyección para seguir desarrollando su labor. En este final de calendario, empezamos a ver rayos relucientes que nos alejan de la oscuridad vivida, que nos hacen respirar con una brizna de alivio. Ahora, en esa libreta llena de páginas albas, ojalá que el lápiz rasgue con fuerza la apuesta generosa y sensata que merece la investigación y las personas que dedican sus días a ella. Liberémonos de la congoja que otorga el futuro ignoto, apoyando las arcas del futuro y confiando, sin rebozo, en el valor de nuestras personas.

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