No importa que uno vuelva a caer en la cuenta y afirme nuevamente, ya desde la atalaya de los setenta, que la primavera siempre nos sorprende. Y lo mejor es que, además, su sorpresa es inapelable, combate cualquier atisbo de adversidad, y dispara los corazones desde el suelo hasta el cielo, aunque también esté certificado médicamente que a otras personas les causa justo el efecto contrario, y las arrastra hasta la sima más profunda de sus infiernos más íntimos.

Pero al margen de su efecto en unos y en otros, este estallido incontrolable de nuevas pulsiones que ya se atisba en las yemas de los árboles y en los ojos de quienes están enamorados y se dejan llevar en volandas hasta el firmamento, embriagados por los efluvios de esta primavera que ya se deja sentir con el esplendor en la hierba, y la gloria en las flores del poema de William Wordsworth que inspiró y dio título a la película de Elia Kazan de 1961, no es más que la repetición del ritual de la vida, ese que una vez al año obra el milagro para que todos los animales, sean racionales o no, tengamos sana envidia del universo vegetal.

Con cierta regularidad, y al compás de los años, los humanos perdemos pelo y nos cortamos las uñas, pero tan sólo emocionalmente tenemos cambios sustanciales cada año en estas semanas en las que la naturaleza nos deslumbra con una lección de renacimiento que nosotros sólo podemos emular, pero no consumar, jugando con mitos como el del ave fénix renaciendo de sus cenizas cada vez que nuestra imaginación particular, o la incierta memoria colectiva, nos lo reclama.

Esplendor en la hierba Esplendor en la hierba

Esplendor en la hierba

Aunque los vegetales no pueden desplazarse y carecen de nuestros cinco sentidos, yo soy de los ilusos que creen, con la misma fe de los antiguos cristianos, que las plantas tienen muchas más facultades de las que la ciencia nos ha transmitido y cualquier escolar encuentra en sus manuales, como yo de pequeño las descubrí en la Enciclopedia Álvarez, que era como la Biblia cotidiana para los niños de mi generación. Y por eso tengo muy claro, desde que llevaba pantalón corto y corría por las calles de mi barrio, que, en el supuesto de una reencarnación, en la otra vida me gustaría ser una de esas palmeras de talle esbelto y con el penacho poblado por una bandada de inquietos gorriones, desde el crepúsculo hasta que rompe el amanecer del día siguiente, con su desenfrenada algarabía de trinos.

Y puesto que este renacer de la vida a nuestro alrededor es más que una emotiva enseñanza para estos tiempos de zozobra y calamidad que nos ha tocado vivir, con una guerra tan descarnada a la vuelta de esa esquina llamada Ucrania, habrá que vivir cada momento como si fuese el último –carpe diem, en la antigua Roma– y darle gracias a la vida por cada mañana como la de hoy, que nos permite seguir leyendo esta columna y pisar la dudosa luz de otro nuevo día.

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