La otra orilla

víctor rodríguez

Desorden

Exigir la decencia que se ve supone, implícitamente, aceptar la indecencia que no se ve, que suele ser la más importante, por ser la que constituye la verdadera naturaleza del sujeto que la ejerce. Sigo últimamente con atención la revisión general que se viene haciendo al mundo del arte; no tanto de su calidad conceptual o de la emoción que trasmite, lo que resulta vital para quien, como yo, nada sabe de técnica o de matices. Más bien lo que se está juzgando es la altura moral del artista. El primer error es establecer una especie de listón sobre lo moral e inmoral. Por el momento, lo único que nos nivela es el código penal. Pretender que quien realiza obras de arte tenga un comportamiento exquisito, sea sensible con las minorías, consciente social, educado, manitas, buen hijo y ciudadano ejemplar es renunciar a la misma esencia del arte. Siempre he valorado la maravillosa locura, las rarezas, los comportamientos impredecibles, la separación de todo lo que se podría llamar "normal": rockeros enganchados, pintores psicóticos, escritores en pijama, actores egoicos…

Últimamente busco aquello que me produce desasosiego, rabia, asco, incertidumbre, todo lo que parezca de mal gusto, irreverente, sarcástico, pasado de moda, inapropiado. No encuentro otra manera de mantener mi cabeza despierta, alerta a lo que se está cociendo allá fuera. Si bien cada vez me resulta más difícil que algo actual cumpla con estos criterios, dado que la mayor parte se encuentra en el pasado, la mayoría es de hace más de cuarenta años. Por ejemplo, la película La vida de Brian, de los Monty Python: si hoy fuera estrenada se formaría gran revuelo social, seguramente ni siquiera se llegaría a rodar porque su guion no sería aceptado.

No quiero que sean otros los que me dicten lo que es lícito e ilícito, lo que es apropiado o no, no quiero plataformas de televisión que renieguen de un pezón y hagan pornografía de la violencia y de la guerra. Echo de menos el caos, el atrevimiento y la desvergüenza. Una sociedad que no tiene parte crítica ha subido el primer escalón del adoctrinamiento, que es la manera más fácil de que las ideas, que a otros les interesa inculcar, vayan calando sin necesidad de golpes de Estado ni revoluciones. Ya hemos perdido la intimidad, el miedo va ganando campo a golpe de alarma, no perdamos el aire fresco de lo grotesco, el desorden de la genialidad.

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