Debo confesar públicamente que el desconcierto está siendo una constante en el seguimiento de la cotidianidad política y social del momento presente. Porque me dirán ustedes qué es si no la envoltura patriótica con la que se nos presenta el presidente defendiendo la soberanía nacional, cuando es notorio el pacto de la moción de censura con quien lo hizo, sus concesiones rozando la humillación o su programa electoral sin una cita expresa a Cataluña… lo que revela una actitud capaz de viajar desde la impostura a la hipocresía, todo ello bañado por un esplendoroso barniz de pragmatismo. Si no, cómo entender que se trague la cuantificación del 65% en el que su pupilo Iceta cifra el umbral para aceptar la ruptura de la unidad o la negativa para apoyar reformas legales penalizadoras de la celebración de convocatorias consultivas como las pretendidas por el independentismo.

Pero sigamos con el desconcierto. A ver cuándo Casado y Rivera dejan de repartirse ministerios y se enteran de que el adversario suyo es el PSOE, ni Podemos ni Vox y que, en sus manos exclusivamente, quedará la responsabilidad de una coalición útil que el tercero en discordia no vetará y a la vista tenemos la Andalucía actual.

Pues bien, todo esto, al fin y al cabo, tiene su lógica electoral y no queda otro remedio que sufrirlo. Lo importante es que los ciudadanos nos despejemos de complejos, clarifiquemos nuestras apetencias y seamos capaces de votar sabiamente y no influidos por los impulsos floridos, coyunturales, demagógicos e individualistas de la mercadotecnia electoral.

Podríamos seguir abundando en el desconcierto, que lo hay, pero al que se le añaden la estupidez, la necedad, el oportunismo populista, el camuflaje de los resentimientos individuales para venderlos como agravios colectivos enraizados en la historia y para huir de las realidades del presente ante la incapacidad de ofrecer soluciones auténticas que se simulan bajo el paraguas de la demagogia sin caer en la cuenta de que la falta de coherencia coloca a los protagonistas en la más alta tribuna del ridículo total. Si no, díganme ustedes qué es el apoyo del PNV a la vergonzante petición de perdón del presidente mexicano a Felipe VI y al papa Francisco por hechos, supuestamente, ocurridos hace 500 años cuando todavía se les espera a ellos una condena verdadera y el perdón consiguiente de sus paisanos vascos dedicados al terrorismo, no en el s. XVI sino en el XX. Patéticas las consecuencias de aquellas actuaciones, vergonzoso el silencio de estos y ridículo pronunciamiento sobre la historia mexicana que, en todo caso, aludiría al propio denunciante -como obligado peticionario del perdón personal- no tiene más que reparar en la similitud de sus apellidos con los de aquellos a quienes denuncia. Por tanto, desconcierto y ridículo, unidos por ese cainismo que niega virtudes y fomenta el odio hacia el de enfrente y más, si es nuestro competidor.

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