El mundo es inestable. Siempre lo ha sido. Tras la Segunda Guerra Mundial la humanidad hizo un esfuerzo ingente por trazar unos mínimos de convivencias. El acicate fue la ingente cantidad de cadáveres que hubo que enterrar. Sorteamos aquello de la guerra fría y la escalada nuclear, también espantados ante nuestra propia estulticia suicida. Y el mundo siguió rodando, con más o menos acierto, llegando a crear una (falsa) sensación de mundo en paz. Falsa porque nunca desaparecieron los conflictos, siempre había fronteras sangrando aquí y allí. El armamento es un negocio brutal, y las balas hay que dispararlas. Donde sea.

Cada cierto tiempo el mundo se agita, las fronteras se retuercen. Mientras sean países pequeños o insignificantes los muertos se toleran bien. África es una experta en mantener guerras ignoradas. Pero a veces los países no son tan pequeños. Ni las fronteras tan maleables. Y entonces el mundo queda sin respiración, y por su frágil memoria de mundo pasan las peores imágenes de guerras totales.

Algo así está pasando ahora mismo en las fronteras de Ucrania. Rusia está movilizando tropas. La OTAN se mueve del lado de Ucrania. De hecho se discute si invitarla a participar de dicho Tratado. Rusia quiere convocar el Consejo de Seguridad de la ONU. Bidem y Putin tienen una reunión en los próximos días, para lanzarse bravuconadas. Posiblemente la cosa no llegue a más. Y las tropas de uno y otro lado pasen la Navidad en casa. O al menos brindando plácidamente. Eso al menos espera la mayoría de los ciudadanos del planeta. Y muy especialmente los que viven por allí.

Pero el caso es que, a estas alturas, la humanidad no ha madurado lo suficiente para decidir vivir en paz. Supongamos que tras la última Guerra Mundial se decidiera no matarnos de forma masiva nunca más. Vale. Pero desde entonces deberíamos haber llegado a un consenso sobre la paz, como forma de convivencia. Un consenso político. Porque los habitantes del planeta, prácticamente todos, quieren y pueden vivir en paz. Volvemos a lo de antes: el negocio de las armas. Tan jugoso.

No olvidemos que, precisamente, son esos civiles pacíficos y desarmados, los que terminan rellenando las fosas comunes, sobre cuya casa cae un carísimo misil, o cuyos hijos son asesinados por modernos y quirúrgicos ejércitos regulares. Han pasado 76 años desde que terminara la última gran guerra. Y aún seguimos jugueteando con la idea de montar otra cualquier día. ¿Civilización?

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