Cegueras y paradojas

Que la investidura dependa de un prófugo, con intereses contrarios la ciudadanía, no deja de ser una llamativa incongruencia

La derrota del PSOE, menos árida de lo que se presagiaba, y la victoria del PP, más escasa de lo que se prometían, ha traído la extraña posibilidad, ciertamente inimaginable en cualquier otro país democrático, de que sea un prófugo de la justicia, acusado de atentar contra el Estado democrático, quien pueda elegir al próximo presidente del Gobierno. Esto se ve como un mal menor porque, según parece, hemos sorteado el peligro de la ultraderecha. Sin embargo, se da la casualidad de que el señor Puigdemont, además de golpista vocacional, es miembro de un partido de derecha nacionalista, particularmente xenófobo, cuya condición de tal no parece molestar a nadie. Según don Manuel Fraga, el partido más a la derecha del parlamento europeo era el PNV. Pero hoy, a la vista de lo ocurrido, quizá deba compartir su puesto con otras formaciones patrias.

¿Qué ha sucedido para que se opere esta particular ceguera? Llamar gobierno de progreso a un gobierno apoyando en formaciones nacionalistas, xénófobas o abiertamente racistas (recuerden al entrañable señor Torra, presidente de la Generalitat y eximio miembro de Junts), es abusar mucho de los términos. Si a eso se añade que se ha modificado ad hominem la legislación para exonerar a los reos de sedición pertenecientes a estas formaciones –¿existe un delito más grave contra una democracia?–, el cuadro de progreso es ciertamente asombroso. Recuerda Emilio Gentile, en Quién es fascista, que las reiteradas acusaciones de fascismo, vertidas en abundancia por el comunismo sobre los socialistas del los años 30, acabaron en un momento muy preciso: cuando se obra el pacto Ribbentrop-Mólotov, de nazis y comunistas, para el reparto de Europa, en agosto del 39. Hoy, sin embargo, dicha estrategia parece superada. Hoy se advierte del peligro de una derecha reaccionaria y cavernícola, aupados, precisamente, sobre una derecha reaccionaria, una izquierda xenófoba y un nacionalismo que, en parte, se arrojó al golpismo y obtuvo un apresurado indulto como premio.

Lo más paradójico de esta situación (las derechas periféricas y xenófobas como epítome del progreso), es la naturalidad con que olvida esta anomalía indeseable. Que la investidura del presidente del Gobierno dependa de un prófugo, cuyos intereses son manifiestamente contrarios a la ciudadanía española, no deja de ser una llamativa incongruencia. Pero que esta incongruencia se vea como un hecho aceptable, es aún más sorprendente, perjudicial y anómalo. Insistamos una vez más: el nacionalismo no es progresista. Y el golpismo tampoco.

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