Puesto que el pasado verano se presentó Jardín antiguo en el patio de la sevillana Galería Rafael Ortiz, porque era y es una exposición cuyas obras pinté para ser contempladas entre los mil matices verdes del universo vegetal, y ahora sigue en curso en el patio central de la Casa Grande, en Ayamonte, cualquiera podría pensar que este encaje puramente estival en dos años seguidos es deliberado y la convierte en una exposición de temporada, algo en lo que yo no había reparado respecto de mi propuesta plástica y cernudiana hasta que han coincidido en el tiempo, en Lepe y en Huelva, las de mis colegas, y sin embargo amigos, Enrique Romero Santana y Pedro Rodríguez, con una intención claramente vinculada al tiempo en que se presentan.

Un vino color de mar. Un vino color de mar.

Un vino color de mar. / M. G.

Así, en la del pintor lepero que esta tarde se clausura en la John Holland Gallery con Un vino color de mar, un recital de once poetas de esta bendita tierra -yo habría llegado a la docena, que es un número mucho más lírico, incluyendo la inspiración de Juan Angona- se ha jugado a propósito con esa feliz estrategia de exponer sus deslumbrantes visiones marinas, de muy distintas épocas, en los meses centrales del verano y a un tiro de honda de la playa, para conseguir una complicidad manifiesta con la naturaleza que se completa con algunas esculturas de Aurora Cañero, que también establecen un diálogo con el mismo mar de todos los veranos y su representación en dos o en tres dimensiones.

Por su parte, en la exposición sobre la Vendimia que Pedro Rodríguez inauguró días atrás en la Casa Colón, de Huelva, justo cuando ya se agosta y se nos muere septiembre "dulcemente con raíces secas, con sus racimos verdes", según cantaba la portuguesa Madalena Iglesias en los años de mi incierta adolescencia, también hay una afortunada intención de hacerla coincidir en el tiempo con este momento del año que el pintor moguereño ensalza y sublima en todas las pinturas de esta serie tan otoñal, que va mucho más allá de una exaltación de la cosecha de la uva y el milagro del vino, porque parece desbordar todos los sentidos con la íntima ambición de ofrecer todas las posibles visiones de este perro mundo a través de la mirada.

Pero, además, tanto las semblanzas marinas de Romero Santana como las capturas fragmentarias de la vendimia que Pedro Rodríguez nos ofrece en sus pinturas, están preñadas de una extraña sensación en la que parecen haberse fundido la añoranza y la melancolía, puesto que son pinturas ejecutadas en plena madurez, con esa sabiduría que les añade las enseñanzas de la edad, ahora que tanto ellos como yo -y también el almonteño Juan Villa, que presentará en breve sus visiones pictóricas de Doñana- ya estamos atisbando el horizonte difuso de esa tierra ignota desde la que nunca se vuelve.

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