La escena la cuenta Martin Amis en su imprescindible libro Koba el temible. Koba era el nombre con el que el mayor asesino de la historia era conocido en sus círculos próximos. Hablo de Josef Stalin. Nadie ha matado tanto como él desde que Caín noqueó a su hermano Abel. El hecho tenía lugar en un Congreso del Partido Comunista de la región de Moscú. Cuando terminó de hablar, o de rugir, el camarada Stalin hubo un par de segundos de silencio. Nadie en la sala se atrevía siquiera a moverse del asiento esperando órdenes. De repente alguien salta y pide un aplauso en honor de la bestia. Y aquello no fue aplaudir, aquello fue enloquecer. El batir de las manos hizo retumbar la sala. Habían pasado cinco minutos y nadie se atrevía a parar, nadie quería señalarse siendo el primero en dejar de aplaudir al camarada Stalin. Cuando la interminable salva de aplausos llegó a los diez minutos cayó el primero. Un delegado se derrumbó congestionado y tuvo que ser retirado en camilla. Los aplausos no hicieron más que redoblarse. Poco después el jefe de distrito del partido se desplomó inconsciente. Como respuesta, la ovación subió en decibelios y ya se vieron las primeras manos sangrando levemente mientras las respiraciones alcanzaban el nivel de jadeo. Alguien tenía que parar pero nadie se atrevía en señalarse siendo el primero.

Por fin el jefe de una fábrica local decide ser el primero en abandonar. No podía más. Aquello terminó y al día siguiente el infeliz recibió la visita de la Cheka y fue condenado a diez años de prisión. Por mucho menos murieron millones.

Nada de lo que ocurre hoy en los congresos de partidos o las juntas de accionistas de algunas grandes empresas tiene que ver con la atrocidad aquí referida. Pero les confieso que esta escena del gran libro de Amis, señalando a todos los intelectuales europeos cómplices con el monstruo, su padre el primero, me impactó tanto que no puedo remediar que me venga al laberinto cerebral cuando veo auditorios enardecidos en los que nadie quiere señalarse no aplaudiendo o siendo el primero en dejar de hacerlo. Hace unos días la Generalidad de Cataluña daba unos premios. En un momento del acto unos cuantos comenzaron unos aplausos rítmicos que acompañaban con unos grititos independentistas. Nadie quedó sin dar palmitas, claro. No era cuestión de señalarse. Sólo un hombre permaneció con las manos juntas: Leonel Messi. En la Unión Soviética ya sabemos lo que le habría pasado. En Cataluña simplemente está señalado. Lo aguantarán mientras esté generando millones de euros. Cuando flaquee ya se encargarán de señalarle la puerta. Ya le han puesto la cruz, y no la de San Jorge que era la de aquel día.

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