Como contrapunto a la columna de la semana anterior, en la que pedía respeto para los que hoy en día se lanzan a la aventura de entrar en una junta de gobierno, me gustaría adoptar un tono más amable para dedicar esta de hoy a un cofrade al que tengo un gran cariño y respeto.

Quienes tienen a bien leer lo que escribo saben que, de vez en cuando, disfruto destacando la figura de aquellas personas que, sobre todo en el pasado, fueron referencia y marcaron un camino. Hoy, según mi opinión, estamos muy necesitados de personas de verdadero nivel, autoridades que con las ideas claras aporten prestigio y seriedad a nuestras hermandades.

Es por ello que admiro a tantos que, en muchos casos, ya no están entre nosotros o por motivo de su edad avanzada, no están en la primera línea de la responsabilidad de las hermandades. Pero hoy traigo a esta columna a uno que a pesar de un largo recorrido (o sólo con la mitad) más de uno estaría en Semana Santa en la playa harto de todo esto. Pero todo lo contrario.

Es muy difícil ir a la Concepción y no encontrárselo, a veces con la escoba barriendo la capilla del Señor, aprovechando los huecos en que no hay devotos para que el espacio que custodia las imágenes de su devoción esté como está siempre: impecable. Ya me dirán ustedes si no es una muestra de humildad impagable la de quien fue hermano mayor y ahora se muestra y disfruta siendo el primer servidor de la cofradía. Menudo ejemplo para tantos cofrades, cuyo único acercamiento a la realidad de las hermandades es el de sus dedos a las teclas del ordenador opinando de todo, y casi siempre en el mismo sentido.

Si no, los viernes se lo pueden cruzar también por calle que lleva desde su casa a la parroquia para ir a misa y, después de esta, rezar el ejercicio de las cinco llagas. Todo el año. Porque, quizá no lo digamos suficientemente, ser cofrade sin la Eucaristía es una incongruencia tal que puede ayudarnos a explicar lo que, en ocasiones, se vive dentro de las hermandades. Y que, por supuesto, los cofrades disfrutamos aireando.

Y cómo no, su mano, su gusto y su experiencia se palpan con facilidad en los maravillosos montajes que su hermandad dispone para los cultos de sus titulares. Precisamente, la semana pasada tuvo lugar el quinario de su cofradía, con (un año más) un altar de cultos imponente a la altura de Jesús Nazareno. Pero esto no es flor de un día. Consulten si no las hemerotecas y vean cómo desde hace bastantes años el cuarto domingo de Cuaresma se prepara en la Concepción con el esplendor de Nuestro Señor Jesucristo se merece.

Lo más importante para mí: en una Semana Santa en la que muy pocos están, y los que estamos tenemos un ojo en lo que hacemos y otro en la retirada; en la que muchos cofrades nos quitamos las ganas unos a otros convenciéndonos de la locura que supone entrar en una junta de gobierno; en un mundo cofrade que, cuando lo piensa uno fríamente, el fiel de la balanza está tan lleno de desilusiones que el opuesto; ahí está Manolo Beltrán para hablarte con ilusión del próximo besapiés, del próximo altar de cultos y de la Semana Santa que está por venir. Siempre mejor que la de este año.

Por este servicio, impagable al menos para mí, dedico esta columna a un cofrade de los que, lamentablemente, quedan muy pocos, pero que, gracias al Nazareno de la Concepción, y la Virgen de la Amargura, ahí sigue. Espero que por mucho tiempo.

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