El parqué
Subidas, aunque modestas
Tribuna
Inagotables los fondos (como creo que lo son la creatividad y entusiasmo de su presidente Pablo Sycet) de la Fundación Olontia, y en una nueva ola de color, han llegado a la capital. A través de cinco propuestas distintas, y con apenas cien metros de distancia entre la Casa Colón y el Museo, podemos gozar de un sólido discurso, tan diverso como atractivo, sobre la pintura y fotografía españolas de las últimas décadas. Con la coherencia narrativa -marca también de la casa- y el ritmo de canciones, como las de Supersubmarina o la más remota y recordada de Radio Futura, capaces de establecer la armonía de lo hermoso pero también el Chispazo de emoción de lo original y subversivo. Así ocurre en la propuesta de ese atinado título, cuyo centro es la llegada del medio digital al arte y que puede verse en el Museo Provincial hasta el 30 de agosto. Con obras de Bansky, Warhol o Bill Viola, entre otras muchas de grandes e innovadores autores españoles, celebra la muestra ese instinto del arte de hacerse universal gracias a un lenguaje que, aunque se descifre de un vistazo, trae dentro una caja mágica de intuiciones y sensaciones.
En la Casa Colón, en sus cuatro salas de exposiciones y hasta el 25 de julio, la marea de color llega tan alto tan alto que la visita merece un par de pausas junto a la maravillosa fuente de su jardín. De mi sosegada visita una tarde de julio y de diario, junto a un buen amigo periodista de Jaén, nos sorprende la capacidad del lugar para convertirse -ya lo va consiguiendo, gracias en gran medida a la misma Fundación que nos facilita un verano de arte- en referencia clave para la cultura y el disfrute de propios y extraños. Pudiera ser, además, centro de gravedad artística en un recorrido al que añadir el nuevo espacio de Santa Fe y, ojalá que pronto -pues ya tarda demasiado- el del Banco de España, que sigo viendo como gran referencia arqueológica para España y el mundo.
Tres de las exposiciones (en las Salas Tinto, Odiel y De los brazos) rinden homenaje, en fondo y formas, con justicia poética y estética, a la figura de Carlos Berlanga. Célebre por sus canciones y decisivo papel en la movida madrileña de los ochenta, se nos presenta, con abundante obra original suya, la faceta de un pintor e ilustrador, además de compositor, de una rara genialidad. Pero que en tan corto trayecto de vida -poco más de cuarenta años- supo atrapar todo el temblor de una época que, tras la oscuridad tan larga del franquismo, despertaba con brillantez y desparpajo ante una realidad que se iba a saturar de los colores, y calores, más vivos. Soberbio y conmovedor el retrato que su hermano Jorge le hace en el simple folleto -cuánta falta le haría un buen catálogo al conjunto- y que titula Matar a un ruiseñor. Pablo Sycet, también en mínimo texto, nos detalla y compone un singular recorrido por el panorama de formas, fondos y colores que ha llegado a ser parte de nuestra escala sentimental.
Si completa nos parece la muestra del propio Carlos Berlanga, la de sus amigos y compañeros de generación no lo es menos. Con sólo cruzar un patio, aliviado hace tiempo de unas enormes bolas de hormigón, sus cuadros y fotografías se reflejan en el espejo convexo de una década prodigiosa en la que nombres como los de Alaska o Pedro Almodóvar fijaban una rama fundamental de la expresión artística de nuestro país. Ya, y habiendo tomado descanso escuchando los cantos del agua y de los pájaros, se completa la triada berlanguiana (existe el término en el diccionario gracias a su padre) con una excelente serie de los mejores fotógrafos en las que él y su particular magnetismo son los protagonistas. Como despedida, en la Sala Iberoamericana y con el mismo aire de época, La noche se mueve de Javier Porto recorre esos años ochenta donde la noche no sólo se movía, sino que no acababa nunca. Como me podría ocurrir con este artículo que prefiero terminar con la alegría que como onubense, y gracias de nuevo al tesoro que alberga la Fundación Olontia, me da ver llegar a mi ciudad esta maravillosa ola de color.
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