La sensación de que nunca se termina nada es constante en aquellos que trabajan en el deporte amateur. Caminan y el horizonte se aleja. Pero la transformación de ese caos irredento en un fin en sí mismo es la epifanía que necesita el que se entrega a esto. Y cuando uso el verbo "entregar" es porque es eso lo que hacen. Aquellos que se dedican a sostener el rugby de base en una ciudad mediana, alejada de las naciones tradicionales de este deporte, incluso de los centros de gravedad del mismo en su país, entregan tiempo, dinero y nervios al dios del rugby.

Un sacrificio que será similar al que ofrecen otros sacerdotes a otros dioses en esta religión politeísta que es el deporte.

Los jóvenes nacen al oval jugando -en el más estricto sentido de la palabra- de la mano de gente paciente que los invita a eso, a jugar y divertirse. Crecen en cuerpo y espíritu y el balón cada día se encuentra más a gusto en sus juegos. Sin esperarlo llega un sábado de invierno y reconoces que es rugby eso que hacen en el césped. Y un día llegan a la edad de la universidad y el club pequeño de la ciudad mediana, que no ha dejado de realizar sus sacrificios rituales, se queda sin ese jugador. Y vuelta a empezar.

Pero eso es el deporte amateur. Sólo años más tarde, cuando ese jugador es un adulto y vuelve a casa con más rugby en la mirada que en los brazos, es cuando los que se entregan a este deporte saben que no lo hacen por ellos mismos, sino que lo hacen por otros. Y eso es lo que los hace ser felices, porque hace falta mucha generosidad para seguir entregando tiempo, dinero y nervios (familia, comodidad y salud) a otros a través de este maravilloso deporte. Epifanía.

Si su hijo practica algún deporte amateur y en el club hay una de estas personas, sépanlo.

Sin ellos, que han existido a lo largo de toda la historia, nuestra civilización no sería lo que es. Están en el rugby, pero también en otros sitios. Hay que saber reconocerlos, para cuidarlos y que duren mucho.

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