Aprendí de Fernando Arrabal, en un corto texto, el poder del Ajedrez para ser espejo de la realidad. Una sociedad compleja en un universo de 64 cuadrículas. No existen el Bien ni el Mal; la pregunta es ¿existe la jerarquía? Para responder hay que saber qué es y para qué sirve esta, y la clave de todo está en el peón. Recordaba el maestro patafísico la filosofía de Philidor en aquel texto: "Los peones, los humillados, son el alma del ajedrez". Revolución. La vida, la Historia y las historias se pueden relativizar a la sombra de los peones, de su sino, de su filosofía de vida. En el rugby -como en cualquier otro deporte de equipo- los peones son Trostkistas, alineados hacia el final de la época de los titanes, sacrificados de su propia revolución permanente que al final precisa del remate de la nobleza que está sobre la hierba. Ahí reside la debilidad del concepto "equipo". La conversión de un juego con mucha labor de zapa en un espectáculo visual hace que la plusvalía de los ensayos se reparta de un modo injusto, quedando los peones como los más magullados y con el puñado de sal más pequeño. El asalto a la aristocracia dentro del equipo no puede ser violento, porque podría disolver al propio equipo. La visibilidad del trabajo para ganar un metro, para abrir un intervalo para otros, para concentrar a la defensa en un punto o para castigar en el eje del contrario no depende del observado, sino de la capacidad del que observa, de su iniciación. La revolución de Philidor no es visible, no contiene ninguna ventaja para la clase obrera, solo se beneficia el equipo. Pocas cosas brillan desde dentro de un ruck, pero la revolución permanente debe continuar. El rugby tiene sus propios "humillados" que conforman su alma, y a partir de ellos se construyen las victorias. Al menos préstenles atención. Denles un poco de amor a los peones. Porque la jerarquía si existe.

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