Se me ocurren cada cosa que recolgando parecen bolsas, eso al menos es uno de los tantos dichos que se nos han transmitido desde hace siglos y que, por una pérfida desgracia hemos ido perdiendo entre una serie de impositivos anglicismos, por un lado, y por la obtusa defección de ese lenguaje popular que no hemos cultivado, de tal forma que, en nuestra lengua vernácula ya no existen aquellas expresiones propias: "Échate pa llá", "eres más viejo que el anda pa lante", "lleva una tranca que no se tiene en pie", "está ajilipollao", "es un latonero profesional", "es más feo que Picio", "anda y que te den", "está más volao que una pandorga", "le entró un paralí o un repente", "tiene media en lo alto", "es un hueso manío", "estoy jartito de tanto pringá", "el niño tiene un butre de no te menees", "ese es un mandao que no sirve pa ná", "está majareta y además ventolinao", "es un auténtico papafrita", "se aturrulla más que un tartaja", o "mira tu que está jerguío hasta las trancas"...

La altura de este vocabulario abarca el grueso de un diccionario en desuso, su estructura es una enjundiosa "canina" que se halla acomodada a otros usos progresistas, arquetipo del "nodo" invasor, cual tsunami lingüístico.

Ahora mandan los niños de Silicon Valley y toda la caterva de neologismos en las redes que nos atizan el cacumen hasta lo inevitable, llegando a concluir que ya no somos lo que éramos sino una panda de ineptos incapaces de encasillar nuestra tradicional semántica en unos aparatos novísimos y extraños, con palabros allende los mares de internet y analogías dispares, donde chocas con los routers, los gigas, emojis, el wifi, whatsapp, e-mails, Twiter, Instagram, stories, hashtags, ipads, iphones, earphones,selfies, likes, fake-news, spam... y como observará el distinguido público, uno no está a la altura de tanta intrudia mercadotécnica.

Andamos perdidos cuando el "móvil" levanta las cejas y nos propone uno de los mil modos de andar por su casa, que por supuesto no es la mía, ya que a un servidor no le apetece el sonido continuo de su trompetilla alterando la paz cotidiana, sea la lectura sosegada de un libro o silencio sepulcral de un convento.

Perdonen he salido y no he vuelto. Sigo en la senda de nuestro modo de ser. Ni soy inmovilista ni impongo por cuyons mi dietario gramatical, me recreo en una identidad que nunca debiéramos perder y por tanto, mantener esa la fraseología heredada del terruño, hacer y sentir, huyendo de tanta parsimonia tecnócrata, robótica y mecanicista, de tanta intríngulis y tanta sinergia transversal, de tanta industria japo/ yanki, para volver a nuestros simples vocablos donde emergen las voces acalladas del herrumbroso altillo, del umbral y los tiestos, del gañafote y la billarda, del trompo paito, la babucha, el citrato, los cosquis, la mosqueta, el "qué de qué" o el "no ni ná", la camioneta, el hoyo empicao, la mascá, piola, el zampuzo, la jangá, el alfayate o los pejereyes...

Volvamos la oración por pasiva y cuando llamemos a una de esas empresas que ponen una cinta grabada y remiten a no sé cuantos dígitos, esperas y tácticas da buti, usted responde con los giros autóctonos por los que ha navegado. Entonces se lía la de Dios. La máquina no entiende nada y usted menos. La debacle es total y les importa un bledo que no interprete su novísima inmersión lingüística, teta de la vaca, y el mosqueo es tal que uno se pregunta para qué hablan castellano casi 500 millones de habitantes y es el segundo idioma preferido en el globo terráqueo.

Y uno llega a pensar que son los nuevos constructores de un mecano sin alma. La Torre de Babel del siglo XXI.

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