Cuando llegó al campo de juego el entrenamiento ya había comenzado. Los observó desde la distancia mientras su madre lo hacía lo mismo con él desde el coche, a través de la ventana de la puerta del copiloto que acababa de cerrar tras de sí. Lo primero que hizo fue fijarse en cómo vestían aquellos muchachos que se pasaban aquel extraño balón con las manos. No había grandes diferencias con la ropa que él vestía y que había usado durante un par de años entrenando en su equipo de fútbol. Eso no llegó a tranquilizarlo, pero sí bajó un ápice su nivel de nerviosismo. El entrenador reparó en él, lo llamó por su nombre y le hizo un gesto para que entrase en el campo. Volvió la mirada buscando la de su madre, pero el coche ya se alejaba y ella estaba concentrada en la carretera.

Se acercó andando al campo. El entrenador, con un gesto, concentró a todos los jugadores y lo presentó. "Un compañero más". No retuvo ninguno de los nombres de aquellos muchachos que se acercaban en desorden a saludarlo. Él se quedó junto al entrenador. "¿Conoces las reglas? Lo primero es aprender a pasar el balón". El balón se pasaba hacia atrás, salía de las manos de los jugadores muy tenso, rotando sobre su eje largo, como un proyectil. Cuando tuvo el balón en las manos le volvieron a llamar por su nombre. Sus pases eran menos rápidos. El balón rotaba aleatoriamente pero llegaba a su destino. El compañero, cada vez que cogía uno de sus pases sin que cayese al suelo, lo miraba y le gritaba ¡Bien, bieeen! Se le pasó el miedo a fallar.

Para cuando llegó el juego de contacto ya se sentía un poco más seguro. Los placajes eran suaves. "Primero la técnica. Es importante la posición de la espalda, medir la velocidad del rival". Fue subiendo la intensidad, y con ella su confianza. En unas semanas era uno más, buscaba el contacto y le perdió el miedo al contacto con el suelo y a los rucks. Pero lo más importante lo observó su madre. Y es que también había perdido el miedo a sí mismo. Había nacido un jugador de rugby.

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