De libros

No una lección, sino una experiencia

  • Jhumpa Lahiri propone en 'Tierra desacostumbrada' un conjunto de narraciones sobrias y conmovedoras

Nada extraordinario ocurre en Tierra desacostumbrada, salvo la literatura misma. Los estragos del tiempo, los silencios que a un tiempo ocultan y explican las extrañas leyes de la convivencia familiar, esos sedimentos impuros del sentimiento amoroso que a veces se confunden con la renuncia y otras con el egoísmo, las pequeñas pero cruciales negociaciones con nosotros mismos, la vida, que pasa, que deja un poso, un filtro en la mirada, y una tarde, de repente, nos damos cuenta y sin saber por qué exactamente la experiencia ha adquirido otra densidad.

Nada extraordinario, salvo un conjunto de experiencias humanas corrientes que se transforman en sobrias, delicadas y conmovedoras narraciones en la voz de Jhumpa Lahiri, autora de estos ocho relatos que a veces, por la profundidad con la que escarba en sus personajes, por el intenso aire de familiaridad con todos ellos que queda flotando aun después de cerrado el libro, crecen con la fuerza penetrante de las buenas novelas.

La autora, de ascendencia india, nació en Londres pero se crió y se asentó desde pequeña en Estados Unidos, cuya comunidad bengalí aparece retratada de diversas formas en las piezas de este libro publicado allí en 2008. Convendría no prestar demasiada atención a la cubierta, que desorienta e incluso ahuyenta con una eficacia digna de mejor causa. No hay que temer aquí ningún atisbo de buenrollismo, ese discurso épico, naïf y fraudulento sobre la emigración en un mundo mestizo donde las fronteras etcétera; ni ese trapicheo penoso con el pensamiento mágico y el trance poético tan habitual en los productos que llegan a las estanterías a golpe de nichos de mercado y tonos pastel. Todo eso intuimos hace un par de años, en la portada de la edición española, a cargo de Salamandra, las mismas sospechas -luego infundadas- que decidimos pasar por alto este verano, cuando se reeditó en formato de bolsillo.

A Lahiri, lo pudimos comprobar pronto, no le interesa el relato aleccionador, el mundo como excusa para esculpir conceptos en mayúsculas, ni tampoco la epifanía sublime que finalmente nos concede el consuelo de la comprensión. La vida, en estos cuentos, es más bien una trama borrosa, siempre incompleta, cuyas revelaciones se tornan agridulces. Hay ternura, pero nunca cursilería, una remota vibración elegíaca, y una rara mezcla -por infrecuente- de inteligencia y emoción, una emoción contenida y honda, que late bajo la superficie de una prosa tersa y precisa.

Los amantes de los simposios sobre la posmodernidad, las notas autorreferenciales a pie de página y la narrativa como arte exquisito vuelto hacia sí mismo calificarían de conservadores los relatos de esta escritora. Lo son, si se acata la dichosa dicotomía Franzen/Wallace. Pero allí donde el teórico diría que Lahiri mira a modelos narrativos del pasado, nosotros decimos que la autora tiene historias que contar y eso es lo que hace, con gusto, con elegancia, arrastrando al lector cada vez más adentro de sus pequeños y ricos universos domésticos. No hace falta haber leído los textos originales para elogiar la cuidada y sutil traducción de Eduardo Iriarte, que conserva un fraseo, cierta música interna, que constituye uno de los mayores y más discretos placeres de esta lectura.

La escritora asume la literatura como la crónica de nuestra vida interior, un rastreo herido, a veces feliz, lúcido en su perplejidad fundacional, de todo cuanto nos hiere y consuela. Y brilla de forma especialmente intensa en sus vívidos retratos de las relaciones humanas, de esas zonas de sombra que existen en toda comunicación, no importa lo sincero y hondo que sea el vínculo. De hecho, desde ese lugar, desde esos ángulos muertos, es desde donde le gusta escribir. Como recordando continuamente la imposibilidad de compartir totalmente una experiencia, la extrañeza, incluso la responsabilidad y la compasión de quien (se) piensa y observa demasiado, y esa forma de soledad esencial que nos atañe a todos.

Lahiri escribe sobre bengalíes, sí, pero sólo porque a alguien le tiene que ocurrir lo que cuenta, nada más lejos de su intención que comprimir los contornos del espléndido, a ratos deslumbrante laberinto afectivo que es el libro en su conjunto. El primer relato narra la visita de un padre a su hija, que siempre conectó mucho mejor con la madre ya fallecida, y que ahora, temiendo que el hombre pretenda quedarse a vivir en su casa sin saber siquiera que ya ha rehecho su vida con otra mujer, chocará con una modesta verdad a veces difícil de aceptar, que en los recuerdos todos somos otros.

Los demás cuentos, algunos comunicados entre sí, parten de otras anécdotas (la confesión de una mujer que cuida de su marido, escondiendo años de dolor y frustración; las intermitencias del deseo en un matrimonio de mediana edad durante un viaje para asistir a una boda; el trágico descenso hacia el alcoholismo de un hermano que dejó de ser pequeño y modélico; la historia de encuentros, abandonos, reencuentros y huidas de una pareja que, queriéndose, no sabe cómo quererse...), pero tratan en el fondo de lo mismo: del dolor y el extrañamiento que acarrea la construcción de una identidad propia, de la pérdida (de seres queridos, de la juventud, de la inocencia, del amor), del misterio último e inalcanzable de todo vínculo humano.

Este humilde prodigio lo consigue Lahiri sin estridencia alguna, en relatos siempre largos, una extensión en la que primero construye la atmósfera adecuada y luego realiza un minucioso trabajo de reconstrucción de sentimientos en taracea, que inevitablemente, en su reconocimiento al otro lado de la página, conmueven y hacen pensar. Tierra desacostumbrada es una de esas obras que tienen su propia temperatura, una intimidad serena y cálida de la que da pena despedirse.

Jhumpa Lahiri. Traducción de Eduardo Iriarte. Salamandra, bolsillo. Madrid, 2012. 352 páginas. 9,50 euros

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