Cultura

Saber si podré hallarte

"Más lo terrible no es la tediosa furia/ que en cenizas nos deja convertido:/ lo terrible es saber si podré hallarte". Estos versos de del poeta Reinaldo Arenas pueden resumir el dolor que el mundo de la cultura internacional sufre tras la muerte del pintor cubano, y andaluz, andaluz de Doñana, Jorge Camacho (La Habana, 1934), fallecido en París el pasado día 30 de marzo.

Puede que la obra de Jorge Camacho pase, como tantas otras cosas, desapercibida para los onubenses. Todo lo contrario que Huelva para él. Es más, todo lo que a Doñana resuena ha sido para y en él objeto vital y trascendencia artística. Aquí, en nuestra tierra, ha vivido en el momento que quería, en un peregrinar anual de ida y vuelta al París que le ama desde hace tantos años. Aquí ha fusionado sus miedos y sus convicciones del ancestro americano y del psiquismo bretoniano, aquí ha construido conceptos que ha incorporado a su delicado y rico repertorio iconográfico… un lenguaje interior que se hace tótem milenario al hacérnoslo partícipe. No obstante, debemos reconocer que muchos, instituciones y profesionales, han dado tanto para que Camacho sea mucho y más de Huelva. Desde 1990, por ejemplo, Diputación le ha dado un trato primordial, exquisito. Exposiciones, publicaciones, conferencias… Ese mimo no ha sido casual, sencillamente un saber hacer con la cultura. Hablamos de uno de los grandes, y de los últimos en llegar, pintores surrealistas mecidos de la mano de aquel inefable viajero del tiempo que fue y será André Breton. En más de dos décadas, Jorge Camacho ha sido considerado, una desfachatez teñida de honorabilidad y amor, como uno más de entre los artistas de Huelva. Y él, presumía, y aceptaba complaciente, gozoso. Y Huelva acrecía a la sombra de sus complejos y erguidos iconos.

Jorge Camacho es pintor de una locución confusa y libre, barroca e indígena, europea y americana, que en su riqueza necesita tan sólo de la sencillez del hombre en su paisaje, de la justa ingenuidad de una naturaleza llena de anotaciones terrenales y celestiales, atávicas y filosóficas que, por más popular y primigenia, no es más que la culminación de un pensamiento superior cultivado a la luz de la reflexión íntima y al abrigo de las palabras y de las imágenes que nos llaman al hombre anónimo y solo ante la naturaleza y, cómo no, al hombre despierto que responde a Gauguin, Carpentier, Merida, Lam, Posada, Tamayo, Cárdenas, Bataille, Peret, Panizza, Matta, Masson, Tanguy, Lezama Lima, Eluard o Reinaldo Arenas. Esa sencillez aparente enriquece y engrandece en su obra lo que para otros atora en fondo y forma, enfanga en sentimiento o aniquila en imitación. Es tan realista su lenguaje que no se frena en la descripción interior de lo que observa. Por eso sus conceptos, una vez eliminadas las convenciones lingüísticas tradicionales, horadan el objeto deseado y liban en la profundidad de la abstracción, a punto de encontrar las consecuencias extremas de la narración. Y ahí, en el silencio de la noche sin tiempo, el realismo de la imagen mentada y el sueño del recuerdo heredado conquistan el nivel supra o surrealista de la creación.

En la nómina del surrealismo viven cronistas del psiquismo automático y del psiquismo conciente. Entre uno y otros han hecho de la literatura visual surrealista una realidad principal de formas asociadas desestimadas por el pensamiento racional. El surrealismo no es otra nueva forma de ver la vida, es una resolución a un conflicto interior que el pensamiento especulativo es incapaz de enmendar. Con Bretón o sin él, este movimiento cultural ha marcado conflictos que lesionan la conciencia para habitar en el almacén de los recuerdos de la inconsciencia. Pero en Camacho ese aparente estado de aturdimiento onírico se despeja en el arcano del destino vital y en las experiencias arrancadas a su Cuba natal y a la América profunda que holla y llora. O al Doñana infinito que amó sin medida. Todo Camacho es un paisaje, todo es paisaje en su obra, y un hombre, medio humano, medio Dios, que gira en la planicie infinita de su pincel barrido y lavado como los ukiyo-e para que la tierra y el cielo lo engullan.

Una de las más acertadas definiciones de la obra de Camacho, probablemente, la encontramos en las palabras de Carlos Franqui: "Las imágenes de Camacho son las de una inquisición contemporánea. Inquisitoriales. Camacho encuentra a Bosch y a Goya. Sus pinturas negras y trágicas. Las de Camacho son visiones alucinantes. Figuras poderosas invanden el cuadro e imponen su fuerza. La otra pared y fondo del cuadro es como una caja-prisión. Aprisiona. Su dibujo es cortante. Un dibujo látigo. Dibuja uña. Uña de garra y fiera. Penetrante. Y aquí Camacho continúa la tradición ibérica del dibujo".

Ya no le veremos merodear en silencio, cortante y esquivo, por las tierras de Almonte. Pero espero, estoy convencida, que seguiremos yendo a Almonte y su sombra alargada, ennegrecida, torcida y enjuta como las cruces de Doñana se proyectarán en esa sala del misterio que nos ilumina en la Pinacoteca de la Villa. Allí no está lo mejor de Jorge Camacho, mas está todo él. Hermosura. Fascinación. Historia. Brujería. Malicia. Ecología. Santería. Buitres. Hombres. Paisajes. Espantapájaros. Ahorcados. Estructuras óseas. Miedo. Noche. Sangre. Inquisidores. Rocío. Tanit. Astarté. Luna. Fertilidad. Fotocopia de la naturaleza. Radiografía de la historia. Réplica interior. Mucha deidad entre arenas de Doñana. Horizontes sin fin. Alquimia. Pureza. Vida. Metamorfosis.

Nunca el surrealismo fue tan realista. Ni tan vital.

Allí te veremos. Siempre.

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