La leyenda de los Garrocho, los cazadores de piratas de Huelva
Historia
La familia onubense y su pequeña armada local, conocida como ‘la galeota de Huelva’, fueron el terror de los corsarios berberiscos y turcos que asediaban la costa en el siglo XVII

Cualquier buena leyenda que se precie se cimienta en una historia real, aunque después se salpimente con alguna mentirijilla, verdades a medias o, a veces, cierta exageración. Esta leyenda es, además, una historia de piratas, así que, junto a las verdades, las medias verdades, las mentiras y las exageraciones, también hay espadas, mosquetes, estandartes, cañonazos y abordajes. Incluso algún oscuro asunto de palacio que acaba torciendo la intriga. Dándole un giro inesperado y fatal.
Pero eso será al final. Antes, claro, está el principio, y una historia de piratas tiene empezar, por supuesto, en el mar. Si es posible, en medio de una tormenta. Una ola a lo lejos, un rayo que cae hasta el agua dejando ver el mástil de un barco, la luz blanca iluminando, como un flash, una bandera negra que ondea alocada a merced del viento, la inquietante silueta de un barco que zozobra y, por fin, el estrépito del trueno, avivado por el sonido del oleaje y los gritos de los marineros:
-¡Todo a babooor! ¡Cuidad el aparejo, rufianes! ¡Y achicad en popa, que nos vamos al fondo! ¡Ojo al trinquete!
Y cosas así. Algún tripulante que cae al agua; otro que se agarra a un cabo justo antes de hacer lo mismo; el mar, lanzando olas una tras otra; la lluvia que cae fuerte, como si la lanzaran a empujones desde estribor; el cambiante viento pegando fuerte e implacable… Todo parece estar en su contra, pero el temible Papasali se ha empeñado en acercarse a mirar qué demonios avistó hace un rato a babor, y vaya si lo hará… Supone que habrá sido un cachalote, una ballena pequeña o cualquiera de los monstruos que, parecidos a aquellos, habitan el océano, pero su fascinación por esos misteriosos animales es tan profunda que no puede resistirse a averiguar por sí mismo de cuál de ellos se trata. Así que allí va la galera, todo a babor aunque se rompa, da igual el peligro. No crean que hay protesta ni rebelión contra las órdenes del capitán. Nadie en la tripulación de Papasali se atrevería, tal es su fama de corsario feroz e invencible.
Bueno... Quizás, invencible, lo que se dice invencible no parece que sea. De hecho, ahora mismo estamos asistiendo a su derrota, aunque él aún no lo sabe. Digamos mejor que era inflexible.
De modo que el inflexible Papasali, a lo suyo, sigue enfrascado en llegar hasta donde se encuentra su particular Moby Dick. Conoce aquellas aguas. Es consciente de sus peligros y de lo fácil que resulta embarrancar, pero también sabe de su capacidad para manejar una situación así. Su empeño no sorprende a nadie. Esa obsesión por los monstruos del mar es de sobra conocida por todos, incluidos sus enemigos, y precisamente el mayor de ellos va a saber utilizarla para atraparlo en una inocente trampa (eficaz pese a lo tonto, por lo que se ve). El corsario logra acercarse hasta el monstruo lo suficiente para darse cuenta de que, de monstruo, nada de nada. Aquello no es más que un barco volteado y mal pintado, así que manda virar, avergonzado por su estupidez y ojo avizor ante lo que pueda venírsele encima. No se equivoca el pirata y pronto dan con la primera vela. Una galeota bien pertrechada se acerca a toda velocidad. La divisa él mismo, que andaba asomado a la borda pendiente de los bancos de arena, y da orden de empujar más fuerte a los remeros:

-¡Bogad rápido, por Alá o por vuestras cabezas! ¡Es un engaño!
La que era una, ahora son tres, y van directas a por los corsarios. Pronto resuenan las primeras andanadas de arcabuces y cañones y empiezan a volar sobre sus cabezas algunas flechas de ballesta. Crecen el ruido y la agitación, se multiplica el griterío, el aire se llena de astillas y sangre y, cuando se dan cuenta, Papasali y sus secuaces ya están siendo abordados. Es el fin. El corsario termina apresado, junto a casi doscientos de su tripulación. Hay versiones, eso sí, porque otras fuentes contaron 116, pero entiendan que, a veces, sobre todo a lo largo una batalla en medio de la tormenta, se puede hacer muy complicado contar piratas.
Hasta aquí, más o menos, llega la mentirijilla, aunque puede que solo sea una exageración, que da forma a la leyenda de los Garrocho. El protagonista de esta captura legendaria y enemigo acérrimo de Papasali se llama Juan, igualito que su bisabuelo, que fue el primero de su nombre (como dirían en alguna novela) en la larga estirpe de la familia Garrocho. Es hijo del héroe de la conquista de Larache, Andrés de Vega y Garrocho, que también participó como almirante en la Armada Invencible (aunque no fuera esa su mejor empresa) y en ese momento consumaba su venganza tras haber permanecido preso en una galera turca durante cuatro largos. Su carcelero, ¡ay, los caprichos del destino!, había sido el propio Papasali, que lo capturó en la costa onubense de Arena Gordas en 1581, cuando volvía de Larache con su padre.
No tuvo que ser fácil aquel cautiverio, pero está claro que contribuyó, y mucho, a hacer de Juan el hombre que terminó siendo. Alcalde de Huelva y capitán, fue el encargado de la defensa de las costas onubenses frente a los piratas berberiscos y turcos que en aquellos años tenían atemorizada a la población de una parte de la provincia que vivía del transporte marítimo y la pesca, malos negocios en aquel tiempo. Lo peor era que los piratas prácticamente no atacaban embarcaciones, sino que su objetivo estaba en tierra: iban directamente a las poblaciones, que eran víctimas de sucesivos asaltos, llegando a crear un clima de pánico entre los pobladores debido sus temibles razias. Desembarcaban, saqueaban, mataban y secuestraban a hombres, mujeres y niños para venderlos como esclavos o, si eran pudientes, pedir rescate. Las defensas costeras poco podían hacer ante ellos, así que no quedaba otra que defenderse desde el mar.

Poco después de derrotar y atrapar a Papasali, la flotilla de Juan de Vega y Garrocho se hizo con otro bergantin con “sesenta y ocho moros”, y unos años después persiguió y rindió a otro barco con 154 corsarios. La guerra a los piratas estaba funcionando, y lo hacía tan bien que el propio duque de Medina Sidonia y señor de Huelva, Juan Alonso Pérez de Guzmán, tomó las riendas del asunto reforzando la iniciativa de los Garrocho, cuya leyenda sería poca cosa sin su más temida y conocida arma de guerra: la ‘galeota de Huelva’, que en realidad no era un solo barco, sino una flotilla de tres (años después fueron dos) encabezada por la más grande de ellas, de nombre ‘Huelva’, que fue construida, por orden del duque, en los renombrados astilleros onubenses.
Así, a golpe de martillo, entre el calor de las fraguas y el traqueteo de los clavos contra la madera, se erigió otra leyenda, una “célebre galeota”, como narrara el mismísimo Rodrigo Amador de los Ríos, “bien pertrechada y servida de gente diestra y de valor, dotada de buenas armas y municiones de guerra” que tenía como objetivo “limpiar de piratas el Estrecho, donde tenía el descendiente de los Guzmán sus más saneados bienes”. La galeota de Huelva fue “terror de estos mares” y acabó “coronándose de navales trofeos”. A su mando estuvo el nieto de Juan de Vega y Garrocho, José, que la dirigió durante nueve años, con patente de corso y 200 hombres a su cargo, “haciendo fuesen en adelante respetadas de los piratas aquellas costas”. Ahí donde lo ven, el amigo Pepe fue una auténtica pesadilla para los corsarios. En 1673 venció al corsario turco Solimán el negro y a sus 145 marineros en la barra de Huelva; y en 1675, en el cabo de Santa María, tumbó a otro temible pirata, Arráez Mohamet, con su tripulación de 139 hombres. En medio, decenas de galeras, galeotes y bergantines que fueron cayendo a sus pies como hormiguitas. Sus banderas y estandartes adornaron la iglesia de San Francisco durante siglos “como emblema de sus triunfos” sobre las embarcaciones corsarias “por él combatidas y apresadas durante el breve tiempo que surcó los mares, gallarda y arrogante, la gentil galeota”, contaba Amador de los Ríos a finales del siglo XIX.

Heroica o no, lo cierto es que la familia Garrocho y su ‘galeota’ mantuvieron el tipo combatiendo a los piratas durante décadas. En los últimos años del siglo XVII apenas se cuentan ya incursiones berberiscas, ni tampoco combates o apresamientos relevantes de corsarios, que visitaban Huelva solo de forma esporádica.
El fin de la piratería es también el final de aquella pequeña armada local, como cuenta el desaparecido investigador José Luis Gozálvez, que añade una cuestión política al triste destino de la ‘galeota de Huelva’: la gresca permanente en la que andaban los ministros del Rey y los empleados del duque por el reparto de las riquezas apresadas -por el botín, como vulgares piratas- terminó despertando envidias y rencores. Seguramente habría algunas razones más, pero la realidad es que la flotilla acabó como pasto de las llamas, carbonizada hasta la última de sus maderas. Hecha cenizas, como el recuerdo de los Garrocho, que ha quedado relegado a unas cuantas líneas en unos pocos libros, el nombre de una pequeña calle en la capital y una lápida, rota y mal remendada, adornando una pared en el exterior del Santuario de la Cinta. Pensándolo bien, quizás son esos pocos vestigios los que han terminado construyendo el mito. A lo mejor, en realidad las leyendas -a pesar de sus mentirijillas y sus exageraciones- no son más que los restos de historias épicas que se han terminado olvidando.
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