Las tres cosas del tío Juan (II)

Cien años de José Nogales

Este cuento, de alto contenido político y social, fue reconocido, primero por el jurado y después por el público y todos los comentaristas que se ocuparon de él como una llamada a la esperanza en los años amargos de la crisis del 98. (Angel Manuel Rodríguez Castillo).

LA del alba sería" cuando Apolinar acudió solícitamente a su corral sin quitar ojo del gallo hasta que dio de sí el extraño remedio del mal de ijares, que en caliente recogió, bien así como si llevase dentro una preciosa esmeralda. Cumplida por aquel día la primera condición y no sabiendo qué hacer a tales horas, tan desacostumbradas para su vigilia, fuese con los cavadores a su majuelo a matar el tiempo hasta que el estómago le avisase. Al llegar a la viña, dijo a los jornaleros:

-Vamos a ver, muchachos: un cuartillo de vino hay para quien sin doblar los corvejones, ni acularse ni tenderse trinque un bocado de sarmientos.

-¿Pero eso qué tiene que hacer? ¡Valiente hombría!

Y cuatro o cinco, los más jóvenes, salieron del grupo y doblándose y enderezándose, sacó cada cual un sarmiento del modo y manera que los palomos cogen pajitas para hacer el nido.

-A ver yo...

¡Que si quieres! Cuantas veces quiso probar, dio de cabeza en el montón. Una risa franca y noblota alegró el majuelo, y hasta el sol de color de cereza que subía por la cuesta azul parecía una gran cara hinchada de risa.

-Para hacer eso hay que criar mucha fuerza de espinazo y que las patas no se blandeen. Es menester cavar viñas y darle al cuerpo buenos remojones de sudor.

-¿Sí? Venga un azadón. Este no pesa, otro...

Y como general que arenga a sus tropas, dijo, blandiendo el instrumento:

-Hoy seré uno de tantos. Hay que apretar..., y no os compadezcáis de mí si veis que reviento, porque necesito echar un espinazo que sea a la vez tronco de olivo y vara de mimbre.

Aquella fue una jornada heroica. Los cavadores, viendo cuán gallardamente trabajaba Apolinar, mermaron cigarros, ahorraron coloquios, apresuraron meriendas y sacaron el unto a sus brazos. Al ponerse el sol, no presentaba aquella cara burlona, henchida de risa, con que apareció entre las brumas de la mañana, sino otra muy grave, casi austera, que parecía complacida con la ofrenda del sudor humano que riega el terrón y fecundiza el mundo.

Al dar de mano, dijo el jefe de la cuadrilla:

-¿No has visto la sementera?

-No.

Y Apolinar sintió una vergüenza muy honda por aquella confesión hecha en pleno campo.

-Pues, vamos, hombre; hay día para todo. Tengo una disputa con tu primo Epifanio: él, que lo suyo es mejor; yo, que lo tuyo. Como sementera temprana, la cebada nos llega a la rodilla; el trigo parece un forrajal.

Y fueron al sembrado, que con su verdor alegraba el alma, y en ella sintió Apolinar una voz gozosa que parecía brincar en otra mancha verde y lozana, gritándole : ¡Todo es tuyo; regocíjate, o no eres hombre!

Y se regocijó honradamente, paternalmente, como si toda aquella vigorosa fuerza germinativa hubiese salido de sus propias entrañas.

-¡Yo, que no había visto esto! ¡Maldito sea el casino y las cartas y quien las inventó! ¡Malditos los tabernáculos, que nos chupan el tiempo y no nos dejan ver esta gloria, esta bendición de Dios derramada por los campos!

Los sembrados del primo Epifanio no resistían la comparación. La tierra era la misma; pero rutinas, codicias, caprichos, ignorancia y necesidad la habían esquilmado y empobrecido. El viejo jornalero explicaba el caso.

-Dale a un trabajador carne y vino; a otro, papas y tomates. Eso es la tierra: un trabajador. Según le eches, así produce.

Apolinar sintió que otro amor sano y fuerte se le entraba en el alma: el amor a la tierra, el amor a lo suyo, el gozo íntimo y callado del que posee, del que se conforta al calor del surco, como semilla que germina, brota, crece y se reproduce.

-¿En qué estaría yo pensando? Tío Agapito usted me hace un hombre. Voy a echarme al campo como una fiera.

-¡Al campo, al campo! Esa es la ubre... ¡Si vieras a cuánto gandul mantiene el campo!

-Yo soy el primero. Mejor dicho, lo fui. Ya soy otro. Me duelen los pies... zapatos de vaca... Me duele la cabeza... tiraré este apestoso bombín y compraré un sombrero de esos fuertes, como si los hicieran de cerdas de cochino. No más vestidos de Carnaval. Tío Agapito, un abrazo, y pídale usted a Dios que allá, por la primavera, pueda yo co-mer hierba sin doblar los corvejones.

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