Viaje al centro de la Peña: Tras la leyenda de la ‘Cueva de Arias Montano’

Historia

Una carta atribuida a Benito Arias Montano ha abierto la puerta a diversas exploraciones en busca de una fantástica gruta en el interior de la montaña descrita por el humanista

Interior de una de las cuevas de la Peña de Arias Montano.
Paco Muñoz

13 de febrero 2022 - 05:00

El centro de la Tierra parece menos tenebroso si uno se pertrecha de algunos hachones bien impregnados de resina, unos cabos de cera, farolillos y unas cuantas mechas de azufre, yescas y pedernal, que es mejor un por si acaso que un no lo tengo. El rústico sistema de iluminación, que por entonces era el único posible, lo habían organizado los criados y unos aldeanos, “dos forzudos mocetones” que hicieron también de guías de la expedición. La curiosidad de Benito Arias Montano era casi tan grande como su conocimiento, o quizás una cosa llevaba a la otra. Ya saben: el huevo o la gallina. Lo cierto es que su querida Peña era -lo sigue siendo- un enorme queso gruyer de piedra gracias al trabajo incansable, invisible y desde luego implacable del agua, que durante siglos, milenios, ha ido agujereando la dura roca, devorándola hasta construir caminos estrechos, pequeños refugios, amplias cuevas y enormes salas. Palacios de mármol blanco y húmedo, la mayoría de ellos inexplorados hasta aquel día, o eso creían los intrépidos hombres que acompañaron al ilustre erudito, a saber: don Francisco de Arce, médico de Llerena, su otro amigo don Diego Núñez, veinticuatro de Sevilla, su paisano don Juan Arco de la Mota y su paje, Pedro de Valencia.

Con la incertidumbre propia de quien sabe cómo entra pero no cómo saldrá (ni si lo hará siquiera), los expedicionarios se introdujeron en las entrañas de la enorme peña por una estrecha galería “que existe de muy antiguo bajo la esplanada de la viña y huerta” por el lado este. Poco a poco la galería fue ensanchándose. Lo percibían en el aire -que empezaba a notarse ligeramente menos espeso- y también al tacto, palpando, mientras avanzaban, unas paredes que parecían desmenuzarse en la mano, como si fueran de arena o de polvo. Anduvieron así, prácticamente emparedados, pegados los unos a los otros, unos cien pasos más hasta que desembocaron en una galería más ancha para acabar, solo unos minutos después, ante una maravillosa e impresionante nave. Parecía una iglesia, una catedral con un arqueado techo que se elevaba hasta los cuarenta codos de altura y parecía apoyarse sobre pilares de hielo. Como asientos tallados en la roca, eran blancos y brillantes y, pensaban los aventureros, quizás habían sido dispuestos para quienes regían las tribus que ocuparan aquellas cuevas en el pasado, o bien para la celebración de algún tipo de ceremonia. Sin duda, aquello parecía un templo consagrado a alguna divinidad antigua, pensaban los asombrados protagonistas mientras movían los hachones y farolillos de un lado a otro, dibujando aquí y allá sombras y luces fantásticas que iluminaban las caprichosas figuras que formaban las estalactitas depositadas en la sala por el agua y el tiempo para regalar la vista y disparar la imaginación. ¿Qué eran aquellos trozos y partículas de blanca piedra que se veían bajo el suelo o incrustadas en las paredes, sino restos de columnas y estatuas? Algunos parecían representar la figura de divinidades egipcias, otros presentaban extrañas formas de animales… había incluso una mole de piedra, de unos doce pies de altura, que parecía un púlpito, y unas escalinatas, y un megalito funerario, o quizás un altar donde se realizaban sacrificios para el culto a oscuros dioses, y multitud de pequeñas grutas que pudieron hacer las veces de capillas o de calabozos. Arriba, millares de murciélagos se apiñaban en el techo que antaño, seguramente, brillaba Iluminado por enormes antorchas.

De izquierda a derecha, Patricio Romero, Juan Antonio Morales y Francis M. Alonso.

Los asustó un rumor lejano de agua, que se escuchaba cayendo torrencialmente hacia las profundidades, así que decidieron seguir adelante a través de otra estrecha galería que llevó a los boquiabiertos exploradores hasta una gran habitación semicircular, amplia y de techos elevadísimos, tan altos que no le veían fin. Parecía aquello una plaza subterránea, con filas de asientos y gradas. Como en un circo romano, imaginaron, era allí donde celebraban sus grandes fiestas los antiguos habitantes de la caverna. Allí encontraron curiosos objetos de barro, piedra y marfil y monedas antiquísimas. Prosiguieron la exploración de cuevas y galerías, no solo aquella jornada, sino en otras posteriores. Hallaron salas inundadas, enormes lagos y cascadas de agua cristalina, fría como la que salía a borbotones a la superficie desde los diferentes salideros en la falda de aquella montaña. Tal fue la impresión y el miedo que pasaron los osados aventureros que, en acción de gracias y por haberlos sacado vivos de la peligrosa expedición, Fray José de Zigüenza esculpió sobre la misma roca, junto a la entrada de la galería que les sirvió de puerta al centro de la Peña, una efigie de Nuestra Señora de los Ángeles.

Retrato de Benito Arias Montano.

De ser real, esta expedición pudo ser la primera aventura espeleológica de la Historia de España, y quedó documentada en una carta que se atribuye a Benito Arias Montano y que fue recogida en unas memorias escritas también por su discípulo Fray José de Sigüenza. Se trata de una de las muchas misivas que el insigne habitante de Alájar envió al Rey Felipe II a través de su secretario de Estado, Gabriel de Zayas, en las que describía al monarca las bondades de la Peña que ahora lleva su nombre y que, dicen, terminó siendo visitada por el propio soberano, que quedó embelesado de la belleza del entorno. La peculiaridad es que en este caso no se sabe si es de verdad una de esas cartas ni, por tanto, si la impresionante cueva que describe existe realmente. Si simplemente se trata de una leyenda más de las muchas que rodean la Peña de Arias Montano. Lo cierto es que ninguna de las casi 40 cuevas y demás espacios que horadan la montaña de Alájar se asemejan a la que se describe. Desde los años veinte del siglo pasado, exploradores, aventureros y caza tesoros han realizado expediciones de mayor o menor envergadura para encontrarla. Nunca hubo éxito. Una buena recopilación de ellas se incluye en el informe realizado por la Sociedad Espeleológica GEOS en 1988, que llevó a cabo el más importante trabajo de exploración de las cuevas de la Peña realizado hasta hoy. La Cueva de Arias Montano no aparece tampoco en el extenso inventario de cavidades recogido por GEOS.

En un mundo inalterable habría dos razones para explicarlo. Una, que la carta (y la cueva) sean una fantasía. Y dos, que después de varias décadas buscándola aún nadie la haya encontrado. Pero este no es un mundo inalterable, así que queda una tercera opción: que la montaña haya cambiado y la cueva, en consecuencia, siga ahí pero con otra forma.

Juan Antonio Morales, junto al trozo de peña desprendido y que dejó abierta la gruta al paisaje serrano.

Con esa idea en la cabeza, el investigador, divulgador y Doctor en Ciencias Geológicas Juan Antonio Morales se alió con el espeleólogo Patricio Romero, Patri, que lleva décadas explorando el terreno, para dar una vuelta de tuerca a la búsqueda: ¿Y si algún evento natural en los últimos cuatro siglos hubiera modificado la Peña, cubriendo la entrada a la gruta descrita en la carta? A pesar de que la mayor parte del movimiento de los conjuntos de fallas que conforman la Peña es antiguo (de miles de años) el terreno presenta una debilidad ante movimientos sísmicos posteriores, lo que implica que durante terremotos más recientes las fallas podrían verse reactivadas, generando desplazamientos menores. Una vez conocida la existencia de estos sistemas de fallas con movimientos recientes, la pregunta que se hicieron es si alguno de ellos podría haber ocultado la entrada a la cueva o haberla destruido. Con la ayuda de un experto en terremotos: el sismólogo y tectomicista Francis M. Alonso, recorrieron la Peña siguiendo las indicaciones incluidas en la misiva al Rey hasta que la encontraron, y no precisamente oculta. La Cueva de Arias Montano no solo no era una leyenda, sino que estaba ante sus propios ojos. Ha estado siempre ante los ojos de todos, en realidad. Un enorme bloque de piedra desprendido confirma que hace unos siglos el refugio en el que actualmente se encuentran dos elementos patrimoniales de la Peña tan conocidos por todos como la bañera y la sillita del Rey no existía, sino que era, efectivamente, una cueva que ahora está dividida en dos. “Es sorprendente la similitud de la descripción ofrecida de esta sala por Arias Montano con lo que se observa en el refugio que todos hemos visitado”, explica Juan Antonio Morales. Por ejemplo, cuando se describe la altura de la nave ofrece la distancia de 40 codos “que corresponderían a unos 16 metros, que es justo la altura del techo del refugio”. La carta describe también que en el lado izquierdo de la sala hay una escalera tallada en la roca para subir hasta un asiento, que sería “justo el lugar que hoy día ocupa la escalera que permite subir hasta la sillita del Rey”, solo que ahora el visitante la tendría en el lado contrario, ya que la antigua galería por la que se accedía “está en la parte opuesta a la entrada actual al refugio”. También se describe una especie de altar o megalito funerario, una pieza que “indudablemente debe corresponder a la bañera”. Lo que no existe en el actual refugio son los “pilares que parecían de hielo” que describe la carta, pero si se observan detalladamente el techo y el suelo se ve claramente “que estos pilares existieron y fueron arrancados”, explica Morales. La pregunta ahora es cuándo. En qué momento, después de la muerte de Arias Montano en 1598, hubo un fenómeno de tal fuerza que fue capaz de echar abajo la falla y romper la gruta en dos. “La respuesta es simple: el mayor sismo ocurrido desde el siglo XVII en el suroeste peninsular fue el Terremoto de Lisboa”, que también provocó severos y cuantiosos destrozos en numerosos pueblos de la Sierra de Huelva, incluido Alájar.

El hallazgo de Juan Antonio Morales, Patricio Romero y Francis Alonso, que fue presentado en las Jornadas de Patrimonio de la Sierra y ha sido publicado en diversas revistas especializadas, destapa la realidad que se esconde tras la leyenda de la Cueva de Arias Montano, que existió, según todos los indicios geológicos, casi como se describe en la carta, sea realmente o no de puño y letra del ilustre humanista. Pero este no es el único secreto que queda por desvelar en torno a la Peña. Hay otros como, por ejemplo, dónde están, o si existieron, los grandes lagos y cascadas a los que alude en diversos escritos el insigne morador de la montaña de Alájar: “Ahí dentro hay todavía mucho por descubrir”, dice Patri Romero, que tiene muy claro que lo que se cuenta en la carta es “perfectamente posible”. Su hipótesis es que bajo el suelo del refugio hay galerías que conducen al agua, y que estas galerías se conectan con otras, y esas a su vez con otras que aún no han sido exploradas o cuyo acceso depende de la realización de estudios geofísicos y excavaciones. Hay pruebas claras de la existencia de un pequeño lago en la parte inferior de la gruta del cráneo, y es evidente que el agua circula a su antojo por el interior. “Algún día” -presiente Patri- “encontraremos todas esas grandes grutas que aún no se han descubierto, estoy convencido”. Mientras tanto solo queda cuidar mucho la Peña, seguir investigando, profundizar en sus secretos y desvelar sus misterios, como por ejemplo qué hace una estatua de la virgen allí arriba, a la entrada de una cueva escondida y prácticamente inaccesible. Pero esa es otra historia que también debería ser contada.

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