Historia

El refugio de los hombres sabios

  • Teólogo y científico, Benito Arias Montano fue uno de los hombres más influyentes del siglo XVI. Amigo del rey Felipe II, vivió en la Peña de Alájar que lleva su nombre y que, dicen, fue visitada más de una vez por el monarca

Peña Arias Montano.

Peña Arias Montano. / Alberto Domínguez

Nunca llueve a gusto de todos, claro que no. Pero que fuera de esa manera, en ese preciso momento y ese lugar en concreto parecía obra del mismísimo demonio. O de Dios, que en aquella tesitura venía a ser lo mismo: tanto podría enojarse el uno que el otro, pues no tenía muy claro de manos de quién le venía la misión que iba a encomendar a su amigo y consejero esa noche de perros.

No es que tuviera la costumbre diaria de fajarse en lances como aquel, pero tampoco era raro verlo en situaciones incluso peores, que no por ser Rey uno tenía que ser lerdo o pusilánime. Felipe caminaba mirando al suelo, esquivando charcos y procurando no pisar la tierra enfangada. La ropa, empapada, parecía aún más adusta y negra que de costumbre, y su gesto severo se iluminaba con cada relámpago de tal forma que cualquiera que se hubiera cruzado con él aseguraría haber visto el rostro espectral de un fantasma. No estaba la noche para encontrarse con nadie. Abajo, el cochero trataba de reparar la rueda del carruaje, que se había salido de su sitio justo antes de tomar el camino hacia la Peña que ahora subía el Rey a pie. La pronunciada pendiente lo dejaba sin resuello. Maldiciendo a cada paso, que se hacía siempre aún más pesado que el anterior, resoplando e impaciente, Felipe veía de lejos la sombra de la bonita espadaña que cerraba el camino, aunque lo que remataba, más bien, era la cuesta, porque el camino que se abriría al cruzarla era imprevisible. Apretó el paso, como quien gasta el último aliento ante la inminencia visible de la meta, y al fin alcanzó el zaguán de la pequeña vivienda. Aporreó la madera con fuerza, aunque temió por su integridad, pues se la veía vieja y deteriorada, malograda de tanto resistir a la intemperie. Siempre le había parecido que allá arriba la Naturaleza era más poderosa. Más fuerte. Siguió dando golpes a la puerta mientras llamaba a voz en grito:

-¡Benito! ¡Benito! Abra ya, por todos los demonios, que me ahogaré aquí mismo.

Detrás se escuchaba un vaivén de llaves y cerrojos:

-Voy, ya voy -gritaba también el anfitrión, que acaba de abrir la puerta y miraba con sorpresa al visitante.

-Un rey cabal llamaría a su súbdito y consejero a la Corte, y no al revés.

-Un rey cabal no tendría a este humilde clérigo por consejero, mi señor.

Ambos rieron y se dieron un abrazo sin esperar siquiera a que el Rey atravesara el vano, tal era el aprecio que se tenían. Felipe II y Benito Arias Montano habían mantenido una relación sincera de cierta amistad y respeto mutuo desde muchos años atrás, cuando el monarca le pidió que acompañara al entonces obispo de Segovia, Martín Pérez de Ayala (que, como él, era caballero de la Orden de Santiago) como teólogo al Concilio de Trento, en 1562. Arias Montano demostró su valía en varias ocasiones en el Concilio, donde hizo gala de sus conocimientos sobre la Biblia. Tal fue la admiración de los teólogos que le fue encargada la confección de un Homiliario para uso de los sacerdotes. A su regreso, dos años después, volvió a aquellas mismas tierras que pisaban ahora, la Peña de Alájar, que siempre fue su refugio espiritual, pero en 1566 el Rey le nombró Capellán Real y tuvo que trasladarse a la Corte, en Madrid, donde Felipe le hizo otro encargo importante: la dirección científica  de la nueva Biblia Políglota en la que España se había embarcado y que se estaba haciendo en Amberes. Partió, por tanto, Arias Montano a Flandes para seguir directamente el trabajo que estaba ya realizando un impresionante equipo de filólogos y biblistas seleccionados por el impresor Cristóbal Plantino.

Retrato de Benito Arias Montano Retrato de Benito Arias Montano

Retrato de Benito Arias Montano

El trabajo acabó en menos de cuatro años. Una impresionante obra compuesta de ocho volúmenes, tres de ellos con aportaciones directas del propio Arias Montano, que tuvo que vérselas después con peligrosos detractores, entre ellos el catedrático de lenguas clásicas de la Universidad de Salamanca León de Castro, que acusó de heterodoxia la obra y consiguió que Roma tuviera que dar su visto bueno antes de la publicación. El propio Arias Montano tuvo que viajar a Roma para presentársela al Papa, que finalmente la puso en manos de la Inquisición. Un dictamen del biblista Padre Mariana dio al fin su beneplácito a la publicación en 1577. El erudito consejero del Rey aún tuvo que quedarse en Flandes un tiempo más, ejerciendo ahora de consejero del gobernador de las lejanas tierras, el Duque de Alba, a quien admiraba pese a que no estaba de acuerdo con los violentos métodos con que manejaba los asuntos políticos. Prefería, y así se lo hizo saber a Felipe II, un modelo basado más en la prudencia cristiana: “con la gente de la tierra el mostrarse afable y blando en cuanto al trato y conversación, entiendo sería de gran importancia para tan buen propósito y efecto”, le explicó en una de sus cartas. El Rey no dudó en sustituir al Duque español por Luis de Requeséns antes de traer de vuelta a su capellán, que, ya en España, pudo comprobar cómo su trabajo en la Biblia de Amberes le había granjeado la enemistad de la ortodoxia católica, especialmente de su mano más armada y poderosa: la Inquisición, que ya había estado tras él en otras ocasiones.

Por suerte le protegía su Rey, que andaba recordándoselo en ese instante, ya sentados al fuego, con ropas sepas y un buen trozo de hogaza en las manos.

-Quiero que defiendas mis derechos al trono portugués, Benito. Ha muerto el cardenal Enrique y necesito que viajes a Guadalupe y lo argumentes convenientemente. Mi parte está en marcha.

Su parte, la del Rey, era la invasión militar del país vecino, que a buen seguro le procuraría una victoria sencilla. Pero Felipe quería tener argumentos legales y convincentes que le evitaran andar a la gresca con cada uno de los que tuvieran la ocurrencia de reclamar sus ciertos o inciertos derechos a la Corona.

-Pero… mi señor, si aún ando encargándome de los libros. Y acabo de llegar aquí para descansar unos días.

-Lo sé, lo sé. Pero es importante. Por eso he venido hasta aquí, Benito. Que esto es el fin del mundo, diantres, y nadie viene por gusto, salvo vos.

La Peña de Alájar era su refugio más querido. El ‘ermitaño del Rey’, como lo llamaban algunos, dedicaba allí su tiempo al estudio, la investigación y la escritura, a observar el cielo y las estrellas o a cultivar plantas de toda clase en su célebre herbolario. La finca tenía varias edificaciones, entre ellas una casa para materiales, un portal largo que servía de taller y la propia casa, un estudio con cuatro piezas bajas y tres pórticos, con un zaguán y dos salas sobre las que se alzaba una cuadra alta y una espadaña que se asomaba el cielo Aquel rincón de la Sierra de Aracena es el que Arias Montano más echaba de menos entre tantos quehaceres políticos o científicos, y al que volvía siempre que había posibilidad para, como diría su amigo Fray Luis de León, alejarse del mundanal ruido. Como él mismo escribiría:

“Quien las graves congojas huir desea / de que está nuestra vida siempre llena, / ame la soledad quieta, amena, /donde las ocasiones nunca vea”.

Tras su regreso de Flandes en 1577 el Rey volvió a hacerle otro importante encargo que ocuparía su tiempo durante muchos años: organizar y ordenar la Biblioteca de El Escorial, a la que Felipe II había dado una relevancia cultural inusual (fue una de las mejores bibliotecas de su tiempo, si no la mejor). Aquel abundante fondo necesitaba de una inteligencia capaz de ordenarlo y clasificarlo, y el Rey, claro, no pensó en otra que en la de su amigo, sin duda una de las personas más sabias y cultas de su tiempo en todo el mundo. Arias Montano había trabajado sin descanso en la empresa encomendada, que aún no había concluido, y justo ahora, en aquellos pocos días que se había tomado para su descanso y tranquilidad, Su Majestad le encargaba otra. Menor, eso sí, pero igualmente tediosa.

Felipe II Felipe II

Felipe II

No sería el último trabajo para el Rey, desde luego, pero esperaba que no hubiera muchos más. Estaba ya viejo y, sobre todo, muy cansado, y deseaba ocuparse únicamente de sus cosas, allá en la Peña, y de cumplir sus obligaciones como prior del monasterio de Santiago de Sevilla. Se imaginaba, eso sí, atendiendo de cuando en cuando las llamadas a su presencia del Rey para consultarle tal o cual cosa sobre decenas de asuntos de la índole más diversa. Aceptó el cometido, como hacía siempre, y una vez destensada la cuerda pasaron la noche hablando sobre Dios y las cosas. Sobre el Cielo y la Tierra. Siempre era un placer, pensaba el Rey, hablar con un hombre sabio como él.

El amanecer los sorprendió así, charlando, mientras caminaban, ya sin lluvia, ambos con los brazos tras la espalda, recorriendo la huerta que con tanto mimo cultivaba el capellán. Mostró al Rey algunas de las curiosas cuevas que agujereaban la Peña y el pequeño museo donde había ido reuniendo sus colecciones, recuerdos y piezas curiosas de diferente naturaleza. Al fin fueron en dirección a la bonita espadaña encalada que ponía fin a la finca. Desde aquel privilegiado mirador, contemplando la inmensidad y la belleza de la Sierra al amanecer, cuando apenas empezaba a despertar la pequeña población que se asentaba en la ladera, Felipe II se preguntó hasta qué punto no haría él mismo, si en su mano estuviera, como Benito Arias Montano. Si no dejaría atrás la Corte, las ricas telas, los blasones y la sangre azul, los tesoros y el poder. Si no lo abandonaría todo por estar allí arriba siempre. Tan lejos de los hombres y de su ruido infame. Tan cerca de los ángeles. Del mismísimo Dios.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios