Maxim, un onubense en Ucrania, tras un año en guerra: "Nos hemos acostumbrado a no ser felices"
El joven de 27 años repasa en 'Huelva Información' su primer año en la guerra en Ucrania, donde coordina toda la ayuda humanitaria que llega al frente y a las ciudades más devastadas
El año de guerra de Ucrania visto por los ojos de Maxim, en imágenes

Huelva/El 24 de febrero de 2022 Maxim Yuschuk amanecía en Huelva con la peor de las noticias. Rusia atacaba a su país. Lo hacía con la pretensión de convertir la invasión en una 'guerra relámpago' con la que someter al país vecino. Un año después y con miles de muertos y desplazados, Ucrania resiste y el conflicto bélico se encuentra enquistado. Los ataques rusos no cesan, como tampoco lo hacen las sirenas que alertan de los bombardeos. Mientras tanto, la población no hinca la rodilla. Uno de estos ucranianos es Maxim, un joven de 27 años que ha pasado la mitad de su vida en Huelva y, con motivo del comienzo de la guerra, quiso volver a su país para ayudar.
Un año después de chocar por vez primera con el rostro más cruel del ser humano, el joven continúa en su provincia, Rivne. Pese a que es una región cuya población no ha sido atacada directamente es un fiel reflejo de la barbarie y la crueldad inherentes a una guerra. "Los ataques que sufrimos, de los que nos siguen alertado las sirenas, están dirigidos a infraestructuras, sobre todo eléctricas", explica, toda vez que añade que, por ello, "Rivne es un lugar al que vienen muchos refugiados que huyen de las ciudades que sí han sido bombardeadas completamente".
Los espacios públicos como los teatros o los colegios son ahora los hogares de todas estas personas procedentes de Jersón, Donetsk o Dnipro, entre otras ciudades. "Hay mucho paro y mucha necesidad. Escuchamos todo tipo de historias, todas ellas repletas de dramas", subraya. Uno de los grupos en los que más se fija Maxim es en el de los niños. "Tienen muchos problemas psicológicos. No es fácil ir dos o tres veces durante la madrugada al sótano a esconderse porque suena la alarma. Tienen pesadillas", cuenta. Es por ello que los vecinos de Rivne siempre intentan hacer feliz a los más pequeños. "El pasado domingo hicimos una barbacoa en un orfanato donde hay muchos niños que se han quedado sin padres por la guerra. Jugamos todo el día con ellos", recuerda el joven ucraniano.
Los días son "aburridos" para Maxim y sus compatriotas. "No hay ánimos para el ocio y lo peor es que la gente se ha acostumbrado a no tener momentos felices", explica. Aunque "siempre intentamos tocar otros temas, es inevitable que la guerra vuelva a nuestras bocas y pensamientos. Todo lo que hablamos gira en torno a ella", lamenta. De hecho, "te sientes culpable cuando tienes un momento de felicidad porque llevamos un año entero escuchando dramas. No hay tiempo para ser feliz", resume.
Maxim encuentra la felicidad en un abrazo de sus padres, con los que vive; en una caricia a su perro; o cuando alza la vista y contempla "que todos vamos a una y no hay nadie que no ayude. Los ucranianos no se desmoralizan y hay un gran sentimiento de unión entre nosotros".
Continúa su labor logística y recorre muchos kilómetros a la semana en su coche para llevar ayuda humanitaria al frente de batalla o a otros puntos del país en los que la crueldad de la guerra ha hecho mella. Choca con miles de historias, todas ellas espeluznantes y confiesa sentir una profunda empatía por todos los ucranianos con los que se encuentra y que, seguramente, no volverá a ver. "Es la sensación de darle la mano a alguien que puede morir mañana", expresa.
A su paso el camino por las carreteras no está exento de terror. Es una guerra y Ucrania es un fiel reflejo de las atrocidades que comete Rusia, desprovista de toda dignidad humana. "No paso apenas tiempo en las ciudades más peligrosas pero, por ejemplo, en una sola noche en Jersón escuché 20 bombarderos y una bomba explotó justo encima de mi cabeza", recuerda.
Tras unos meses a caballo entre Rivne y Kiev, pasó el verano en Odesa. "Me fui a la casa de mi hermana, que había dejado el país y te topas con una ciudad que tiene más alma de guerra". En este sentido, expone que en Rivne "no siento tanto miedo", pero allí "la situación te altera todo el cuerpo". Durante su estancia, que se prolongó tres meses, realizó labores administrativas para el país. "Fue un tiempo 'de descanso' después de tantos viajes para coordinar ayuda humanitaria", recuerda.
En sus continuos viajes hay un lugar en el que siempre se detiene, los cementerios, copados de "banderas en homenaje a los ucranianos fallecidos por la guerra. Las hay, incluso, en los cementerios de los pueblos de solo 2.500 o 3.000 habitantes", explica Maxim, quien añade que "me paro a ver quiénes son estas personas". Cuando sus ojos repasan los nombres de sus compatriotas, el joven asegura "no sentir mucho", pero, según reconoce, "el momento más duro es cuando llegas a casa y te pones en la piel de todas esas personas, asimilando que el drama no acabará mientras haya guerra".
Maxim, con voz temblorosa, sostiene que pasarán décadas y las consecuencias de la invasión rusa seguirán siendo palpables. "Nuestros hijos nacerán con odio porque lo harán viendo todas las vidas y estructuras que ha destruido el ejército", apunta. De hecho, considera, "no vemos otro final que no sea matar a los rusos porque no creemos que se vayan a marchar sin hacer su trabajo".
La vida de Maxim y sus vecinos se ha convertido en "costumbres". "Nos hemos acostumbrado a la misión que tenemos que cumplir, luchar todos juntos para combatir la invasión rusa", expone, al tiempo que añade que también se han acostumbrado "al drama, tanto de las personas como de los animales, porque duele ver los ojos de los perros que están en los huesos y no saben donde ir".
El joven vive junto a sus padres que también llevan a cabo tareas en beneficio del resto de ucranianos. Como si su familia se hubiese extendido y tuviese cientos de parientes. Para sufragar sus gastos, Maxim realiza "pequeños y sencillos trabajos que tienen que ver con mi formación en informática, como la creación de banners". Es, de este modo, como consigue algo de dinero compatibilizando su profesión con las tareas de ayuda humanitaria.
Terror y crueldad construyen el paisaje que luce Ucrania en estos momentos. Pero también lo cimenta la solidaridad. Maxim, durante su relato a este diario, repetía en contadas ocasiones la palabra 'unión' y de sus palabras se atisba una profunda admiración por la familia que han creado todos los ucranianos. Tender una mano al compañero es la máxima de unos ciudadanos que soportan el salvajismo y la insensibilidad de un ejército ruso que parece no conocer el término humanidad.
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