Huelva

Homenaje por el centenario de Rafael Montesinos

  • El poeta sevillano que ha dejado tantas obras para el disfrute de sus lectores ya escribió un poema sobre la celebración de los 100 años desde su nacimiento

Homenaje por el centenario de Rafael Montesinos

Homenaje por el centenario de Rafael Montesinos

Allá por los primeros años ochenta, cuando yo tenía dieciséis o diecisiete y leía febrilmente poesía en los libros que sacaba de las estanterías de mi padre, antes o después me topaba con un poema, Homenaje para mi centenario, firmado por un nombre que ya en aquel tiempo me resultaba muy familiar: Rafael Montesinos. El poema aparecía en un pequeño volumen titulado La verdad y otras dudas, que constituía una de las numerosas antologías editadas por el autor y que mi padre guardaba –seguramente por su tamaño– junto a aquellos otros libritos de la colección Laurel en que leí por primera vez a los poetas modernistas americanos. El poema había sido escrito en los años cuarenta y, según constaba en la antología, se había publicado originalmente en El libro de las cosas perdidas, uno de los primeros y más puros poemarios del autor y, en mi opinión, si a mí me preguntaran, uno de los más hermosos y transparentes de toda su época.

Rafael Montesinos había nacido en Sevilla en la calle Santa Clara, en el mismo barrio en que nació Bécquer, y eso de alguna manera le imprimió carácter. Mi padre lo conoció cuando vivió también en Sevilla en los años cincuenta y desde entonces entablaron una firme amistad poética que resistió el paso de los años y los traslados de domicilio y que ahora se materializa en muchas cartas, ciertas dedicatorias y algunas fotografías. Yo coincidí con él un par de veces, ya andando el tiempo, pero a lo largo de mi vida su poesía me ha acompañado como un referente imprescindible de belleza y sensibilidad poéticas. Por eso escribo estas palabras.

El poema del que hablo, Homenaje para mi centenario, lo escribió Montesinos cuando rondaba los veinticinco años y por sus versos alejandrinos blancos resbalaban una sutil ironía y una graciosa pose de estudiada vanidad, que le hacían anticipar un futuro lejano en el que, según adivinaba, sería homenajeado como poeta consagrado. Él se imaginaba inmortalizado en una escultura de mármol, levantada en el centro de unos jardines, y bromeaba sobre el hastío que le produciría ver las escenas (de amor, se supone) que tendrían lugar en el banco existente junto a su monumento y escuchar los versos que le recitarían los nuevos poetas que por allí aparecerían (jóvenes, también se supone). La imaginación debió de alimentarse del monumento a Bécquer del parque de María Luisa, que cumple algunas de estas circunstancias. Otras bromas –deseos o sueños– de parecido orgullo poético fue deslizando por el resto de su obra. El poema “La novia”, escrito en la misma época, incluye el endecasílabo “la calle que tendrá mi nombre un día” y en Los años irreparables, su limpio libro de prosa poética en memoria de su niñez, recuerda que su tata Concha, al poco él de nacer, le dijo a su madre: “Ay, Luisa, por este niño colocarán una lápida en la puerta de casa”.

La lápida existe ya (muchas veces la naturaleza imita al arte), hay varias calles con su nombre en distintas poblaciones de Andalucía, los Jardines Rafael Montesinos se han rotulado también en una zona de Sevilla que mira al Guadalquivir y sólo falta la estatua de mármol. En su lugar, se ha colocado en esos jardines una figura de bronce de Antonio Mairena, en actitud de cantar, y serán sus soleares y bulerías intangibles las que Montesinos escuche en la soledad sonora del parque. No está mal traído, porque por toda su obra poética se deja sentir un deje flamenco muy sevillano. Pero los dos versos que a mí se me grabaron en el recuerdo desde la primera vez que leí aquel poema de autohomenaje irónico fueron: “El año dos mil veinte de la era de Cristo, / amigo mío, entonces será mi centenario”. Cuando esta frase fue escrita, faltaban setenta y cinco años para que llegara ese momento. Cuando yo la leí faltaban cuarenta. Entonces aquellas palabras estaban envueltas en la bruma de un futuro distante, indefinible. Pero, como decía Juan Ramón Jiménez, bastan “una luz y una sombra que se huyen”, una “mano por los ojos”, y en un “dudoso, incogible, incomprendido instante” pasan veinte años, o cuarenta, o setenta y cinco.

Lo cierto es que el año 2020 de la era de Cristo ya está aquí y que hoy, precisamente hoy, día 30 de septiembre, es el centenario del nacimiento de Rafael Montesinos. No sé si alguien más se habrá acordado, seguramente sí. Pero yo he recordado mucho en estos últimos tiempos ese poema. Decía Montesinos que, para esta época, la luna ya sería un merendero, con orquestas y barmans y parejas de novios, y que la gente llevaría la radio en un anillo y podría ver el cine en tarjetas postales. Lo primero no se ha cumplido aún, afortunadamente, pero las otras dos cosas de alguna manera sí. También decía que él, desde su monumento en mármol puro, sentiría un “hastío inmortal”, quizás de ver rodar el mundo. Es posible. Pero la vida sigue y con ella los afanes de los hombres y mujeres, y la poesía.

No tienen más objeto estas palabras que recordar este día y, de acuerdo con aquel poema que yo leía de adolescente, hacer un pequeño homenaje para su centenario. Ojalá sirva para que muchos vuelvan la vista hacia la obra poética de Rafael Montesinos y para que sus imprescindibles, irreparables poemas regresen de nuevo a nosotros –si es que alguna vez se marcharon– para dar un poco de belleza y sentido a la compleja vida de hoy. Ese sería el mejor homenaje.

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