La quimera | Festival de cine de Sevilla

La isla del tesoro

Josh O'Connor en una imagen de 'La quimera', de Alice Rohrwacher.

Josh O'Connor en una imagen de 'La quimera', de Alice Rohrwacher.

Como el Lázaro beatífico de Lázaro feliz, el Arthur (extraordinaria presencia la de Josh O’Connor) de esta Quimera atraviesa la Historia, el terreno y el tiempo impulsado siempre por una misteriosa fuerza centrípeta que lo hace protagonista de un mundo sin que realmente tenga capacidad para manejar sus designios. Recién salido de la cárcel, hosco y silencioso, este zahorí de tesoros enterrados regresa a un grupo marginal que lo admira y necesita como médium entre los vivos y los muertos cargado de poderes mágicos y soluciones monetarias.

Sin embargo, para Arthur sólo hay un verdadero proceso en todo su periplo (moral) por ese universo tan magistralmente creado por Rohrwacher a partir de las ruinas imprecisas de un tiempo suspendido entre la Antigüedad, los años 70 u 80 y un presente también desdibujado aunque reconocible. Un proceso que no es otro que el del duelo, sostenido por un frágil hilo de lana roja cuya ruptura cierra el ciclo perfecto, delimitado por la escritura, de una hermosísima fábula de luz y texturas analógicas sobre el desarraigo, la utopía libertaria y la gran traición italiana a su propio legado patrimonial, cultural e histórico.

Cargada de nuevas ideas por cada secuencia, libérrima y compacta, narrada y cantada de dentro a afuera, La quimera vuelve a convocar a los grandes padres del cine italiano moderno, de Pasolini a Fellini pasando por Rossellini, cuya hija Isabella aparece en un papel también nodal entre el pasado y el presente, entre el duelo no resuelto y el más cándido autoengaño, para hacer de sus enseñanzas, sus memorables tipos (ya casi de la familia), sus paisajes (de las catacumbas a la fábrica) o sus modos arcanos un vestido nuevo que Rohrwacher ya confecciona con patrón e identidad propios, en diálogo con sus películas anteriores pero en constante voluntad de búsqueda y descubrimiento de lo posible.

Son tantos los hallazgos, tantas las rimas y músicas (de Monteverdi a Kraftwerk o Battiato), tantos los personajes y rostros singulares, sus gestos y su habla, y tantos los niveles (subterráneos) que se trenzan en este filme en constante mutación y desplazamiento que se nos escapan volando cuando ya pensábamos que los teníamos entre las manos.