Fallen leaves | Crítica

Luces de la ciudad

Alma Pöysti y Jussi Vatanen en una imagen de 'Fallen Leaves', de Kaurismäki.

Alma Pöysti y Jussi Vatanen en una imagen de 'Fallen Leaves', de Kaurismäki.

“Desde que murió Dreyer, ya no hay milagros en el cine”, le escuchamos decir al personaje de Mario Pardo en una de las muchas secuencias memorables de Cerrar los ojos. El propio Erice se atreve a invocar uno al final de su película y lo hace frente a una pantalla, en un viejo cine reabierto para la ocasión.

En Fallen leaves, su nueva obra maestra, Kaurismäki también convoca el gesto milagroso en la cama de una habitación de hospital donde yace en coma nuestro protagonista, un trabajador alcohólico al que la vida ha abierto una ventana de redención en el encuentro con una mujer, también trabajadora y pobre, que ahora lo cuida después de innumerables azares, percances y desencuentros.

Erice y Kaurismäki han hecho las dos mejores películas de este año desde una fe inquebrantable en el cine como tabla de salvación, incluso para esa clase obrera tan ajena a la cinefilia que, como en otra escena para el recuerdo, confiesa que se ha reído como nunca viendo una película de zombis de Jarmusch en otro viejo cine donde cuelgan carteles de títulos de Bresson, Melville, Godard o Lean, particulares héroes y referencias explícitas, como también lo es Chaplin en ese cierre portentoso, de un cineasta que sigue depurando su estilo y sus temas para emocionarnos sin remedio.   

Trazada desde las más clásicas maneras y quiebros del melodrama (de Borzage a McCarey), fiel a sus tangos y canciones tristes de Olavi Virta, a Tchaikovski, el rock’n’roll o incluso al tecno-pop, a sus bares despojados y sus singulares parroquianos en una Helsinki ensoñada, Fallen leaves deja entrar el presente catastrófico por la radio pero se mantiene fiel a ese espacio-tiempo suspendido de los oprimidos y los solitarios que ha sido siempre su casa de dignidad y estilo.

La palabra justa y la réplica socarrona, el corte bressoniano, la tipología precisa y el vaciado de la expresión como refugio de emociones infinitas, la repetición o el color adquieren ya aquí la categoría de lo sublime en un filme que viene de lejos para recordarnos el potencial perdido de un cine que apela a lo popular y a la esperanza desde la más hermosa y esencial de sus formas.