Esperando a Dalí | Crítica

Surrealismo, fogones, amor y antifranquismo

Iván Massagué y José García en una imagen del filme.

Iván Massagué y José García en una imagen del filme.

De vuelta a los últimos años del Franquismo, y ambientada en una idílica y luminosa Cadaqués marcada por la presencia mítica de Salvador Dalí y el turismo hippie, Esperando a Dalí viene a dar con una fórmula que prolonga el interés documental de David Pujol por el famoso artista surrealista (Salvador Dalí, en busca de la inmortalidad) y la nueva cocina española (elBulli, historia de un sueño) para fundirlos en un nuevo plato de ficción cocinado a baja temperatura desde la distancia de una cierta caricatura y un tono siempre amable y de buen rollo que posibilite la exportación del menú más allá de Francia, a la sazón país co-productor de la cinta.

La llegada al pueblo costero de un par de hermanos cocineros (Massagué y López) que huyen de la persecución política o el desencanto profesional y su encuentro con el singular dueño de un restaurante junto al mar y apasionado fan de Dalí (José García) conforma y despliega un peculiar grupo de personajes pintorescos y situaciones que no terminan de encontrar el justo equilibrio entre la comedia, el drama, el romance incluso (lo peor de largo) o los apuntes socio-políticos sobre una época y un lugar concreto que permanecía un poco al margen de la realidad española del momento.

Así, Esperando a Dalí apuesta por sus caminos y giros predecibles y sus personajes con cierto encanto aunque sin rascar demasiado bajo la superficie del paisaje de anuncio de Mediterráneo, proyectando siempre hacia el presente algunos de sus temas y tratamientos, de las contradicciones del amor libre a la falta de libertades, pero sobre todo insistiendo en esa idea tan bien vendida por los Ferrán Adriá y compañía de que la cocina y el arte pueden ir también juntos de la mano desde la creación y la genialidad.