Hipólito / G. Navarro

El genio abandonado (I)

relatos de verano

Hipólito G. Navarro. (Huelva, 1961) es autor de la novela Las medusas de Niza (Premios Ateneo de Valladolid 2000 y Andalucía de la Crítica 2001) y de cinco libros de relatos, entre ellos El aburrimiento, Lester; Los tigres albinos y Los últimos percances (Seix Barral), Premio Mario Vargas Llosa NH al mejor libro de cuentos publicado en 2005. Traducido a ocho idiomas, sus relatos están recogidos en numerosas antologías en Europa y América. El pez volador (Editorial Páginas de Espuma), Premio El Público de Narrativa 2008, ofrece una cuidada selección de sus cuentos.

o, quizá no sea pena esto tan lamentable que estoy sintiendo ahora mismo por él. Se le parece bastante, tiene todos los visos, pero no es pena, no, no al menos todavía. Una mujer no debería permitirse jamás sentir lástima por su compañero, por el triste botarate con el que le ha tocado en suerte compartir los días y las noches y los días desde hace tanto. Tendría que hacer todo lo que estuviese en su mano para no sentir pena, compasión, esas deplorables ataduras que al final de la vida terminan pesando como una losa gigantesca y que sin embargo dejan entrever con sorna por un resquicio que se han desperdiciado los mejores años en compañía de alguien que en absoluto merecía nuestras ilusiones y nuestros deseos más secretos. No, me niego a gastar el resto de lo que me quede de vida compadeciéndolo, no puedo. Si alguna vez llego a la terrible conclusión de que lo único que nos ata es la lástima que le pueda tener, el freno de no dejarlo ahí solo con su inmensa tontería y con su angustia imparable, si alguna vez entreveo que tan sólo es ya conmiseración lo que estoy sintiendo por León, no debería ni detenerme siquiera a coger la maleta y mis cosas más queridas, tendría que estar resuelta a mirar por un minuto únicamente la casa compartida durante tantos años y a cerrar la puerta con suavidad, sin apenas rencor, y buscar el camino feliz por el que paseaba mis años jóvenes antes de conocerlo para seguir adelante, sin derramar ni una lágrima, hasta donde los pies y las esperanzas me alcancen.

Pero lo veo ahí desparramado en el sofá, medio sesteando, con la copa de coñac aburrida entre sus dedos, los hombros derrotados, con las bisagras como descoyuntadas, un hilillo de baba descolgándosele remolón desde la comisura de la boca hasta el pecho hundido, y mis mejores y más firmes sentimientos se revuelven violentos en la cabeza, me confunden, y lo que asoma a los ojos con que lo miro empiezo a sentirlo no como amor, como el cariño que hasta hace bien poco le profesé, sino más bien como una lástima honda y triste que lleva luego mi mano, todavía enamorada, a acariciarle el pelo de una forma que intuyo harto dolorosa para él, una caricia más enérgica de lo habitual que él debe empezar a traducir en su abatimiento como un largo reproche silencioso que le voy echando en cara con todo el derecho.

No quiero engañarme, no es pena, no; pero sí una rabia contenida, una impotencia que me consume lentamente. Verlo ahora así, en ese estado lamentable, y recordar cómo hace apenas medio año la casa entera era una fiesta sin fin tan sólo con su presencia; sentir ahora la presión de su mirada vacía como una amenaza y arrancar de la memoria que tan sólo una sonrisa suya iluminaba hace apenas nada cualquier dolor, cualquier adversidad, cualquier tristeza... No, no siento pena por él, no quiero sentirla. Prefiero que me inunde primero la cólera, encenderme de ira, arder como una tea.

"León -le digo-, ¿por qué no salimos a dar un paseo, a ver una película, a cenar en un italiano una buena pizza?". Él agita con manso balanceo el coñac, lo huele muy despacio, vuelve enseguida a sujetar la copa con sus manos torpes y silenciosas sin haber bebido, sin haberse mojado los labios siquiera, y me mira desde muy adentro, como preguntando: "¿Para qué?". Yo no me rindo a la primera, ni muchísimo menos; vuelvo a insistir, quiero salvarlo: "León, un paseo para tomar el aire nada más, para despejarte. Así no puedes seguir. Tal vez alguien te reconozca hoy por la calle, no van a ignorarte para siempre. Además, podrías hacer nuevos amigos, encontrar otros círculos, otros contertulios, como tú los llamas. Con esta actitud no se resuelve nada, desde luego". Él abisma entonces su mirada unos kilómetros por debajo del líquido que se mece caliente en el cristal, concentra su atención en el oscuro pozo que parte del alcohol en su mano hacia un pasado inciertamente glorioso, y se hunde en él aparatosamente, sin más contemplaciones, sin ningún reparo, confiando quizá en que yo lo vuelva a sacar a flote, por lo menos hasta el sofá. Y de verdad que lo intento, bien sabe Dios que no hago otra cosa desde la operación, desde la maravillosa y maldita operación. Quiero salvarlo y salvarnos, pero a estas alturas soy una mujer que conoce ya perfectamente sus limitaciones, una mujer que no va a poder evitarle su completo desmoronamiento si él por lo menos no se aferra con fuerza a la mano que le tiendo todavía llena de cariño y de pasión. Él debería barruntarlo ya: hasta el amor más poderoso y las manos más tendidas también terminan cansándose al cabo de los años. Mi mano enamorada no estará ahí a su alcance indefinidamente. A León le interesaría tomarla y salir después afuera por sus propios medios otra vez, para enfrentar un nuevo nacimiento. Yo sólo puedo asistir ahora desesperada a ese parto tan necesario. Pero una mujer no puede estar pariendo todos los días al hombre que ama. Le saca las castañas del fuego al principio, se las pela, se las mastica si es necesario, pero que no crea León que me va a tener siempre dispuesta, eso no puede ser, querido mío de mi alma, de verdad que lo siento. Y tenerle pena no, ¡quiera Dios que antes empiece a odiarlo, a zamarrearlo, a pegarle dos bofetadas a tiempo!

"¡Leónides! -le digo, subiendo un poco la voz-, ¡si no vienes me voy sola, no te espero más, que lo sepas! Esto es absurdo, León; absurdo no, ridículo. Menuda tontería, esto es una chiquillada. No eras tan importante para los demás como suponías. Bueno, ¿y qué? Nadie es completamente imprescindible para los otros, bien lo deberías saber a estas alturas. Ni siquiera yo lo soy para ti o tú para mí, si te pones a pensarlo un poco. Además, maldita sea, León, mírame: ¿no te reconozco yo?, ¿no tienes suficiente con eso? Leónides Mendiluce, Leónides S. Mendiluce, con el ese punto en medio, ¿ves cómo no lo he olvidado todavía?"

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