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ESPAÑA es la patria del esperpento. De entrada, etimológicamente. La palabra se atribuye a Valle-Inclán, que la creó para definir un tipo de teatro, el suyo. Decir de algo o alguien que es esperpéntico es llamarlo grotesco, extravagante, ridículo. Deformado como si reflejado por espejos cóncavos, según grabó en mi memoria don Francisco Mena, profesor ontológico, que en esa estela conceptual tituló un poemario Espejos en el fondo del vaso. España es puro Callejón del Gato, con menos luces que, gracias a Dios, bohemia: la bohemia, al menos, sabe anestesiarse. Un callejón compartimentado, en fragmentación, francamente decadente. Aquí suceden cosas esperpénticas; a puñados y sin solución de continuidad.
Aquí nos dividimos a toque de clarín entre taurinos -de ley o verbeneros- y antitaurinos, y nos posicionamos con mucha pasión con Picasso o con Rompesuelas, como si siempre, cada noche, nos atormentara en la hora previa al alba el destino del toro de Tordesillas. Aquí revotamos a los partidos de siempre, que han dado mangazos históricos del dinero de todos, como si nada hubiera pasado, demostrando que los votantes también mangaríamos llegada la ocasión. Y los salvavidas ajenos a máculas políticas, como Podemos, agarran los bastones municipales con esperpéntico despiste y anecdotismo, mientras Pablo Iglesias, haciendo de guardián en el granero de los votos, reinventa la política y la venta: "No es izquierda o derecha, es dictadura o democracia". Aquí, un político que decía hace poco que su país, Cataluña, tenía su sitio dentro de España, y eso era bueno, la ha liado máxima de repente, encaminando festivamente a su tierra a algún sitio incógnito de la mano de sus íntimos enemigos.
Aquí, el jueves, un diputado de Amaiur -con estilismo híbrido de fallera estrelada y cardado de maruja abertzale- ha desencuadernado una Constitución en la tribuna de oradores del Parlamento. Pero suceden aquí cosas más graciosas, aun dentro del esperpento: en las postrimerías de una boda en San Sebastián, el novio conminó al DJ a que quitara "esa canción etarra y mortuoria"... que había solicitado la propia la novia al pincha. Éste intentó calmar los ánimos poniendo el Amante Bandido de Bosé. Y, claro, acabaron a guantadas. Al menos en esto cabe la excusa de que el cava semiseco te destroza el itinerario etílico, largo y tortuoso en las bodas de la España contemporánea. (Ya ustedes perdonarán la esperpéntica expresión popular: es que te tienes que hacer pipí en lo alto.)
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