Antonio Porras Nadales

La era Chaves: retrato en sepia

UN final de etapa en medio de tan profunda crisis económica no parece el mejor escenario para un balance triunfal. Salvo que se considere un triunfo el propio hecho de mantenerse en el poder durante casi dos décadas, lo que sería confundir un buen gobierno con un gobierno meramente estable o duradero.

En realidad lo que sorprende del largo periodo de gobierno Chaves es la serie de grandes ilusiones colectivas que al final quedaron prácticamente en nada: ya era una ilusión el comienzo mismo de la década de los noventa, con su Expo 92 y su flamante AVE, envidia del resto de España; como lo siguió siendo, pese a la crisis de los noventa, el proyecto de Maastricht y su generoso maná de ayudas públicas. Ninguno de ellos eran en realidad proyectos del Gobierno Chaves.

Trató se serlo ya a comienzos de siglo el programa de la segunda modernización, pero tras una década de pura inercia dedicada a la mera gestión de las cosas resultaba difícil movilizar el grado de liderazgo suficiente para hacerlo creíble. Ni siquiera el nuevo Estatuto de Autonomía, que al final resultó una gris copia del modelo catalán, ha constituido un factor de reorientación o de cambio en la dirección política de Andalucía.

Al final, el estilo del Gobierno Chaves se ha situado más bien en un modelo de tipo arbitral y algo ausente, simple factor de equilibrio y de continuidad frente a las tensiones internas del propio aparato. Y probablemente aquí es donde reside el perfil más característico de su forma de gobierno: un gobierno para asegurar y mantener los equilibrios del partido gobernante. De donde podríamos deducir que, más que un gobierno de Chaves, era en realidad un gobierno del partido de Chaves. Del que se supo -eso sí- hacer una defensa contundente durante la única etapa peligrosa, el proceloso bienio de la pinza durante los años noventa.

Un gobierno del partido seguramente no es nada nuevo ni original para una democracia parlamentaria relativamente reciente, pero resulta algo anticuado frente a las tendencias innovadoras de la gobernanza o los hiperliderazgos dinámicos de otros sistemas, capaces de responder de forma inmediata a las exigencias de renovación y cambio histórico. Porque, al final, el Gobierno de Chaves se ha limitado a ser un simple reflejo de los equilibrios internos del aparato de su partido: con sus cuotas territoriales, sus cuotas de género, sus conflictos solapados, sus corruptelas silenciadas. Los únicos aparentes soportes de brillantez eran los que aportaba su gran instrumento mediático, Canal Sur, donde contemplamos nuestra propia imagen colectiva reflejada en el espejo: catetos autosuficientes y satisfechos.

Ni siquiera algunos de los supuestos grandes logros de este periodo soportan un balance crítico ante tan prolongado espacio de tiempo: una política sanitaria con ínfulas de estrella que no ha conseguido superar sus riesgos constantes de sobrecarga; o unas políticas sociales que se esfuman como pavesas ante el vendaval de la crisis económica. En el resto, cómo no, se han desarrollado conocimientos, experiencias y esfuerzos positivos y dispersos: pero al cabo del tiempo la maquinaria pública de la Junta parece desilusionada ante al predominio de la mediocridad y la rutina y paralizada ante los síntomas crecientes de esclerosis y la falta de una orientación política bien definida.

Como sucedió en los años finales de la dictadura soviética, el circuito de poder controlado por un único partido y proyectado sobre una sociedad dependiente y colonizada por la política ha acabado por canalizarse mediante una nomenklatura estable y envejecida, donde triunfa una concepción patrimonialista del poder y donde los procesos sucesorios se desenvuelven mediante el sistema del dedazo, como se denominaba en el argot mexicano, o sea, siguiendo una alternancia desde arriba.

A estas alturas nadie puede extrañarse de que semejante concepción patrimonialista se acepte como un fenómeno natural, propio de nuestra vieja cultura del sur: nuevos equilibrios dentro de los mismos equilibrios, viejos frenos para las nuevas inercias, recomposición del orden dentro del mismo orden. Sin cambios dentro del cambio. Sin espacio para la utopía o para ilusiones colectivas de modernidad o innovación.

Se vuelve Chaves a Madrid tal como vino: llamado desde arriba, sin brillos ni alharacas, una simple y discreta pieza dentro de un orden de aparato que diseña impávido su propia autorreproducción; suscitando apenas un leve murmullo en las vísceras profundas que se remueven en el vientre de la bestia, pero bien lejos del calor de las masas o del apoyo profundo de los ciudadanos. Imagen en sepia de una realidad que ni se conmovió durante su mandato ni parece conmoverse por su ausencia.

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