Alfonso Lazo

Los cuatro papas

La tribuna

Los cuatro papas
Los cuatro papas

Pasa el tiempo y no existe unanimidad entre los creyentes sobre lo que vaya a ser el pontificado de León XIV. ¿Un Papa tradicionalista y conservador al estilo de Pío XII o Juan Pablo II? ¿o más bien un seguidor de Francisco? ¿o quizás alguien que recuperando formas tridentinas en realidad tenga todo un proyecto de renovación? Cuando el cónclave del año 2013 eligió como nuevo Pontífice al cardenal Bergoglio pensé que la Iglesia se hundía. El sucesor de Ratzinger era un teólogo mediocre que, mientras Ratzinger visitaba universidades y se informaba y debatía con los más altos filósofos de su tiempo, él se informaba con la TV. Un populista que preparaba minuciosamente sus gestos espontáneos que tan bien quedan en las televisiones de Occidente. Me equivoqué. No tuve en cuenta el nombre que Bergoglio había elegido para su pontificado: Francisco, san Francisco de Asís.

Francisco de Asís, cuya personalidad y obra los historiadores suelen colocar muy cerca de las llamadas “herejías sociales” que caracterizaron el paso de la Alta a la Baja Edad Media, nunca quiso fundar una orden religiosa. Entendió su destino como un grupo de compañeros viviendo de limosnas en una pobreza absoluta para anunciar a un Dios que poco se parecía al estremecedor Pantocrator venerado en iglesias y catedrales; su Dios era un Dios alegre, creador de un mundo maravilloso para el disfrute de los hombres. San Francisco se negaba a dar una regla monástica al grupo de amigos que le rodeaba, ni que este grupo viviera en conventos con propiedades y feudos, ni quería clérigos entre ellos. Fue toda una provocación frente a la Iglesia de Roma cada día más rica, jerarquizada, poderosa y violenta con adversarios y herejes. Una provocación, sí, aunque no una provocación querida y buscada por el poverello de Asís, una de esas figuras de la Historia del cristianismo (pienso también en Erasmo) que, buscando lo mejor para la Iglesia de Cristo, las circunstancias la colocaron con un pie dentro y otro fuera de la ortodoxia. El Papa lo llamó al orden y Francisco se sometió: los franciscanos tuvieron reglas monásticas, clérigos, conventos de gruesos muros y propiedades, si bien siempre han conservado la idea del Dios misericordioso. Creo que el jesuita Bergoglio no escogió el nombre al azar.

Es frecuente hablar de los errores históricos de la Iglesia, pero el verdadero y más grave error de la jerarquía católica fue haber ido colocando con el paso de los siglos dogmas, preceptos y Mandamientos de la Iglesia por encima de la Ley de Dios: “Si un ángel del Cielo te dijera que un precepto de la Iglesia no es bueno, deberás hacer caso a la Iglesia y no al ángel” (cito de memoria). “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, se dictó en Trento, y así se mantuvo hasta Juan XXIII, y luego el Papa Francisco repitió mil veces que las puertas del Reino están abiertas a “todos, todos, todos”. Francisco ha recuperado el Dios protector y cariñoso que poco tiene que ver con una caprichosa deidad que gusta del dolor humano.

Alguna vez Ratzinger habló de las adherencias que a lo largo de dos mil años habían ido cubriendo y ocultando la limpia y sencilla piel de la Iglesia originaria, y que alguien debería ir limpiando. Creo que ese alguien ha sido el Papa Francisco a quien Benedicto XVI en su día nombró cardenal. Cada Pontífice siempre es una sorpresa. En 1958 fue elegido Papa el cardenal Roncalli, a quien todos sus iguales tomaban por un anciano párroco de aldea. Pero que en un abrir y cerrar de ojos renunció a su infalibilidad, rompió siglos de autoritarismo y clericalismo en la Iglesia Católica, y al convocar el Concilio Vaticano II abrió la puerta por donde se coló Francisco. Papas reformadores. No tengo por imposibilidad una implícita conversación entre Roncalli, Ratzinger, Francisco y León XIV, con sus acuerdos, distingos y matices; una fascinante y decisiva partida de ajedrez sobre el tablero de la Historia del cristianismo. Y Dios como árbitro.

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