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Una de las teorías más conocidas en la discusión sobre el cambio climático provocado por el hombre, es la del Antropoceno, que asume que esta era está determinada por nuestras actuaciones, que impactan con gran fuerza en la reducción de la diversidad biológica o el consumo desaforado de recursos. Incluso aunque fuera una postura retórica, como algunos sostienen, lo cierto es que contemplar los datos sobre la aceleración del consumo energético y de todo tipo de nuestras sociedades, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, es muy revelador, y resulta complicado no pensar en su impacto en el calentamiento global.
¿Esto va a peor o a mejor? En mi libro Androiceno: escribir en la era de la inteligencia artificial, de reciente aparición, propongo ese término, Androiceno, que sostiene que ese consumo se va a acelerar por causa de las necesidades de la Inteligencia Artificial. Lo nuevo es que esa aceleración de los cambios se va a dar por decisiones de las máquinas o tomadas a favor, o al servicio, de las máquinas.
La inteligencia artificial supone que ya se están introduciendo en la vida cotidiana agentes en forma de software (y a no mucho tardar de robots androides) que toman decisiones. Por ejemplo, los algoritmos son elementos determinantes en muchas elecciones de los ciudadanos, desde la próxima serie que van a ver al voto en unos comicios. Las decisiones de las máquinas están en principio programadas y parametrizadas, pero los tecnólogos no dejan de anunciar, sobre todo porque necesitan inversión, que la inteligencia artificial va a tener “consciencia”, y por tanto va a tomar decisiones de manera autónoma, en lo que se conoce como inteligencia artificial general. Este es un escenario para muchos aterrador. Habrá un momento en el que no sabremos cómo las máquinas toman tales decisiones.
Ya podemos decir que el desarrollo de esta tecnología está suponiendo el drenaje de todo tipo de recursos por una promesa que no termina de cumplirse: los actuales modelos siguen plagados de errores y exigiendo niveles de inversión y de consumos inasumibles. Google o Microsoft gastan más energía que muchos países, y los centros de computación necesitan enormes aportes de electricidad y agua para mantenerse refrigerados. No es de extrañar que de la mano de este crecimiento de los consumos se escuche hablar de revivir la energía nuclear o mantener operativas las centrales de carbón. El gasto no importa: el resultado, como la revelación divina, llegará.
No solo hay una necesidad gigantesca de energía y de tierras raras para fabricar los aparatos y mantenerlos funcionando. La inteligencia artificial consume también esfuerzos legislativos en todo el mundo: es un territorio nuevo y que, insisto, supone que hay asuntos en los que los humanos (como usted o como yo) están siendo ya sustituidos, como vemos en la mal resuelta conducción autónoma o el tremendo flujo de contenidos de internet generados por inteligencia artificial generativa. También se lleva a los mejores profesionales, puesto que la corriente de inversión permite sueldos astronómicos, y está por ver el impacto real en el mercado de trabajo: sospecho que va a aumentar la brecha de desarrollo entre países. Además, consume recursos culturales al apropiarse, de manera ilegal según muchos litigantes y estudios, de materiales sujetos a derechos de autor. Es decir, que está drenando los resultados de un sector, el de la cultura, para aprovechar ese talento sin contraprestación alguna.
La evolución humana es, entre otras cosas, consecuencia del uso de la energía, desde la invención del fuego hasta nuestros días. A partir de este momento, las máquinas empiezan a pesar más en las decisiones. Les estamos dando un enorme poder a corporaciones, ejecutivos y programas informáticos sin una contrapartida clara y, lo que es peor, sin controles efectivos. Nuestras sociedades democráticas y nuestro estatuto como humanos están en juego.
El uso irreflexivo de esta tecnología ataca nuestra capacidad crítica, nos inunda con noticias falsas y erosiona la diversidad de pensamiento y, en última instancia, la libertad de opinión. ¿Es esto lo que queremos? Tras haberme hecho nada menos que cincuenta preguntas en el libro, yo tengo clara la respuesta a la fiebre por la inteligencia artificial generativa.
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