Tribuna

César Rina Simón

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura

Semana Santa de bambú

Semana Santa de bambú Semana Santa de bambú

Semana Santa de bambú / rosell

Cuando Rousseau formuló el contrato social reservó unas páginas para explicar que su implantación sólo sería posible por medio de la sacralización del nuevo marco político y su divulgación en rituales festivos. Planteaba aprovechar la herencia religiosa para ponerla al servicio de la revolución. Este proceso implicó el trasvase de sacralidad hacia fenómenos laicos que adquirieron trascendencia: panteones nacionales, juras de bandera o héroes-mártires. En España encontramos al mismo tiempo un proceso de secularización de las fiestas religiosas, colonizadas por los poderes civiles en la primera mitad del siglo XIX y por una sociedad sedienta de prácticas culturales con raigambre. Se produjo un peculiar intercambio entre horizontes laicos y formas apartemente religiosas cuyas significaciones las trascendían e incluso las negaban.

Estas dos variables generaron momentos y espacios para visibilizar el "nosotros" utilizando herramientas propias de los nacionalismos: la invención de la tradición y de prácticas rituales que permitían a las comunidades imaginarse históricas y homogéneas. La Semana Santa es la fiesta más representativa de este fenómeno. Pese a su apariencia arcaizante, responde a formas de socialización y representación contemporáneas. Tras la muerte de Franco, y contra los augurios que vaticinaban el fin de la fiesta con la crisis del nacionalcatolicismo, se ha convertido en la celebración hegemónica del mediodía peninsular. Su agigantamiento explica que esté sometida a profundas tensiones ideológicas por significarla y que se aproveche su dimensión popular y colectiva para definir "esencias" y "tradiciones" que actúan como mecanismos de legitimación.

Los poderes tradicionales de la fiesta han sido las élites burguesas, un grupo emergente que utilizó la Semana Santa para obtener capital simbólico y ennoblecerse con la pátina de antigüedad que tenían las cofradías; los gobiernos municipales, que sufragaron y reglamentaron un nuevo horizonte festivo más "civilizado", escenario de representación de su escala de jerarquías y al mismo tiempo fuente inagotable para la gallina de los huevos de oro de la modernidad: el turismo y su gusto por el espectáculo castizo; y, por último, la Iglesia católica que, ante el avance significativo de la secularización y el vaciamiento de los templos, encontró en estas celebraciones multitudinarias argumentos para esgrimir la catolicidad del pueblo español y reclamar espacios de soberanía.

Las tentativas de control son intrínsecas a la Semana Santa porque Esta define, a falta de otros absolutos, las coordenadas espacio-temporales del grupo. Es decir, aporta un ritmo, un pasado, una comunidad de sentido con tradiciones que nunca existieron pero que cumplen su funciones identitarias. A su vez, la ocupación del espacio público bajo lógicas aparentemente horizontales supone la reconquista alegórica de unas calles sometidas el resto del año a poderes intratables. El turismo importa, más allá de los beneficios, porque ofrece la oportunidad de sintetizar las prácticas e imaginarios rituales y exportar una imagen coherente del colectivo: quiénes somos, cómo pensamos, cómo nos comportamos, en qué creamos o a quién votamos. Si nuestras comunidades dan respuesta a estos interrogantes a través de las fiestas, significarlas permite extrapolar la imagen o el tópico resultante a otras esferas. Es llamativo cómo las cofradías más recientes han tenido que asumir la idiosincrasia del centro para ser aceptadas, perpetuando modelos de colonización cultural hacia las periferias, que si quieren ser parte de la ciudad tienen que acatar las normas simbólicas del centro, que suelen coincidir con las de la Iglesia y las élites locales.

Ante la experiencia de aceleración, el aislamiento provocado por las redes sociales, la pérdida de marcadores de memoria, el desarraigo y las incertidumbres de las sociedades líquidas, la Semana Santa propicia breves períodos de exaltación de lo colectivo en contextos de intensificación emocional e identitaria. La fiesta es la suma de muchas sensibilidades, tantas como participantes, incluso contradictorias. Ésa es su grandeza y lo que la hace indescifrable a miradas reduccionistas. Se suele afirmar -más como deseo que como realidad- que es una expresión de la sociedad en la que se incardina y de la variedad de sus perpetuadores. Quizás es así, pero también es cierto que no todas las voces tienen el mismo acceso a los medios de comunicación y a las directivas de las cofradías, ni tienen el mismo peso a la hora de generar modelos hegemónicos de comprensión de la fiesta. Hay miles de motivos para entrar en una cofradía y salir en procesión que no responden a las pretensiones de la Iglesia, de los partidos políticos que han secuestrado las "esencias" del grupo ni de los supuestos guardianes de la tradición. Como el bambú, la fuerza de la Semana Santa radica en su flexibilidad, en la capacidad de doblarse hasta el extremo sin quebrarse.

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