Decía Winston Churchill que "los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas" y qué razón tenía. El político británico, hombre determinante en la lucha contra la bestia nazi, es el ejemplo a seguir en estos tiempos en los que la terminología se prostituye, pierde su sentido, se retuerce y se banaliza. El fascismo, y su más execrable versión del nazismo, fue un movimiento político xenófobo, totalitario, cruel y, sobre todo, asesino, que provocó en la Europa del siglo XX el mayor daño conocido. Decenas de millones de muertos, dolor, sufrimiento y secuelas que aún siguen candentes se deben a la locura desatada por unos megalómanos para quienes no existía más mundo que el suyo ni más verdad que su dogma. Escribo esto utilizando como apoyo del ratón el Diario de Ana Frank y me conmueve pensar lo que debía sentir ella al escuchar el sonido de las botas de los verdaderos fascistas.

Pasados 80 años de aquella pesadilla, en la España actual todo el mundo utiliza la palabra fascista para denigrar el contrario. Se elude su verdadero significado, su contenido profundo y se la banaliza para enmarcar dentro de ella a quienes utilizan una bandera distinta, quienes practican otras religiones o quienes defienden otras sexualidades. Todo el mundo es un fascista en determinado momento para el de enfrente. Y eso da mucho miedo. Cuando se pierde el significado real que se esconde tras las palabras y los discursos incendiarios se da lugar a noches de cristales rotos.

El bufón que preside la Generalitat, Quim Torra, calificó ayer de fascistas a millones de españoles por no defender el independentismo. Atacó sin medida a quienes propugnan un espacio de convivencia en el que se pueda ser a la vez español y catalán y volvió a reclamar la limpieza de sangre del espíritu nacional catalán. (Otro espíritu nacional). El majadero que le estira la chaqueta el no menos memo de Puigdemont llamaba a filas a los suyos ante las agresiones que dice sentir en su tierra. Frente a ello, exponía la limpieza de su movimiento, ese que excluye a quien no habla su idioma, ese que arrincona a los hijos de quienes no comulgan con sus ruedas de molino, ese que detesta todo aquello que no sea dogma de fe independentista. Lo hacía en los periódicos catalanes, con descaro, mientras convierte los medios públicos de esa comunidad en armas de adoctrinamiento y odio masivo. En la mejor senda de las teorías goebbelianas. Así está ahora mismo Cataluña.

El ridículo presidente llama a sus partidarios a actuar Como un solo pueblo contra el fascismo y señala así con estrellas de David las puertas de sus "fascistas". Lo hace ufano, con el engreimiento de quien sabe que tiene enfrente a un Gobierno débil, acomplejado y demasiado encantado de pisar la moqueta monclovita. Las diatribas independentistas suben el tono a medida que pasan los días, hacen mayores las amenazas y ahondan en las diferenciaciones. Recuerdan cada vez más a los que quisieron limpiar de judíos, gitanos y comunistas el mundo señalando a sus propios untermenschen. Como los verdaderos fascistas.

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