Confabulario
Manuel Gregorio González
Lotería y nacimientos
Les juro por mi vida que yo había venido aquí hoy a hablar de La Palmera. Iba a hacerle una elegía que ni Miguel Hernandez: “Tanto dolor se agrupa en mi costado”, estaba a punto de decirle, y un montón de cosas bonitas más que iban a correr como la pólvora por las redes sociales, ávidas como están siempre de enterrar a alguien o a algo. Tanto, que hasta unas velitas blancas le han puesto a lo que queda de ella en la plaza a la que daba nombre y desde la que se alzaba tan alto que se convirtió en nuestra última alataya, desde la que miraba, seguramente con más disgustos que alegrías, el devenir diario de Huelva desde hacía 130 años, porque la Palmera siempre tuvo una cosa muy curiosa, y es que crecía con la ciudad.
A más altas las casas, más alta era ella. Más anchos éramos, ella más larga. Más guapos y modernos nosotros, más vieja y sabia ella. Hasta que un día el tiempo se le echó encima y le quebró los huesos. A ella, les decía, iba a dedicarle hoy los versos más tristes esta noche, y en eso estaba cuando se me ha cruzado el tren por medio. Ocurría el sábado, el mismito día del óbito palmeril, así que el suceso pasó sin pena ni gloria. Vamos, que si no fuera porque le importamos un rábano, les diría que la distracción de la tala podría haber sido obra del mismísimo Pedro Sánchez.
El sábado, les decía, el tren que lleva y trae de Sevilla a las pocas criaturitas que aún confían en que lo haga sin incidentes indecentes o a aquellas que no tienen más remedio, volvió a estropearse por el camino, pero esta vez los amigos de Renfe rizaron el rizo y mandaron literalmente a paseo al respetable. Vamos, que tuvieron que pasear de verdad por un camino de cabras a lo largo de un kilómetro y medio hasta llegar a la carretera y terminar subiéndose a un autobús. Dos horas, desde San Juan del Puerto hasta Huelva, echaron entre una cosa y otra, que tampoco es tanto si se compara con otros récords históricos que los chicos del tren (Renfe y Adif, por si hay dudas) han batido en esta provincia a la que llevan décadas despreciando de forma continuada, sistemática y hasta insultante. A los onubenses nos han condenado, con el beneplácito, el aplauso o el silencio cobarde de políticos pelotas y mediocres, a deambular como zombis por una infraestructura tercermundista que nos aleja del resto del mundo, en lugar de acercarnos.
La conexión ferroviaria con Sevilla, que en cualquier otro lugar de España sería un cercanías cómodo, rápido y sostenible, aquí es solo una peligrosa atracción de feria, como una de esas norias de las fiestas del pueblo que se apoyan en cuatro tacos de madera agarrados con oxidados tornillos, como los que sujetan las traviesas de una vía que es más vieja que la mismísima Palmera. Que está podrida, como su tronco, solo que nadie la ha querido talar pese a que lleva décadas pidiéndolo a gritos.
Como ningún humano nos hace caso, estoy por cambiar los cirios blancos de la Palmera por dos velas negras y pedirle, ahora que está entre los muertos, que nos traiga de vuelta a Sundheim, a ver si él es capaz, como en el siglo XIX, de ponernos un tren en condiciones, porque desde entonces no ha habido ni un solo diputado, ni uno solo de esos políticos a los que elegimos -vana esperanza-cada cuatro años, con las santas narices de hacerlo.
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