Debutar como columnista a un paso de cumplir mis 70 años, aunque me licencié en los años 70 en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, ese mastodonte de cemento en el que Alejandro Amenábar rodó su brillante Tesis de debutante, no sólo exige de mí una explicación para que los lectores puedan saber algunos detalles de la vida y milagros de quien a partir de hoy va a escribir cada viernes esta columna, sino que ha de convertirse en un ajustado y merecido ajuste de cuentas conmigo mismo.

Y lo será por aquel momento, tan decisivo para el resto de mi vida, en que a mitad del segundo curso de Periodismo decidí terminar mis estudios por no desairar a mi familia –ya había abandonado la carrera de Letras en Sevilla tras un primer trimestre de lucha contra el griego, tras haber cursado el bachiller de Ciencias– con el convencimiento de que quería dedicar mi tiempo y mis mejores energías a las artes plásticas y al diseño gráfico, disciplinas a las que, efectivamente, he dedicado este último medio siglo de mi existencia como pintor y grafista para la industria del disco al servicio de Camarón, Luz Casal, Alaska y Dinarama, Mecano, Gabinete Caligari, y Paco de Lucía, entre otras estrellas, aunque el veneno de la escritura haya seguido inmerso en el flujo de mi sangre.

De hecho, poco tardé en dejarme seducir por esa extraña tiranía de los versos cabalgando sobre una melodía –cosa bien distinta de la poesía, aunque a primera vista no lo parezca– y empezar a escribir letras de canciones para Luz Casal, Fangoria, Rubi, Germán Coppini y mis paisanos de Avíate!, entre otros, una actividad que me ha dado muchas satisfacciones y sensaciones de pleno gozo, al perderme dentro de multitudes que coreaban Sentir o Miro la vida pasar en conciertos de Luz Casal y de Fangoria, respectivamente, por no hablar del placer supremo que fue escuchar a medio Gibraleón coreando a voz en grito una vieja canción titulada (Te he querido) Demasiado tiempo, durante un concierto de Avíate! en la Plaza de España, porque sus primeros versos surgieron en una madrugada de verano, en los años 80, mientras yo contemplaba las estrellas sentado en un banco de nuestro “paseo” de toda la vida.

Y si además –a la vejez, ¡viruelas!– todas las mañanas de estos últimos siete años he venido colgando cuatro párrafos en Facebook, tan sólo por darme el gusto soberano de escribir a diario lo que me ha venido saliendo del higo que no tengo –y por eso no los llamo post, como la inmensa mayoría, sino postigos– tendré que reconocer que aquellos cinco cursos complutenses, que por entonces creí serían unos años perdidos, a la postre han sido de mucho provecho para poder ponerle punto final a esta columna de mi debut.

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