Cojamos un vaso de cristal. Icémoslo lo más alto que podamos levantando el brazo. Soltémoslo. Aparte del crujido que dará al estrellarse contra el terrazo -esa realidad que nos sostiene, ese mundo… aunque estemos situados en una vivienda de un décimo octavo piso-, el recipiente se partirá en una miríada de pedazos que inundará nuestro entorno, llenando de poliédricas rasgaduras el mundo que en ese instante hollamos, ese continente que justo antes era de una forma ordenada, habitable, amable e incluso necesaria para nuestro bienestar. Todo quedará manga por hombro. Desorganizado. Caótico.

Podríamos tomarnos la molestia de buscar uno a uno cada cachito y en una aventura que se me antoja titánica, intentar componer la figura de nuevo pegando con esmero y dedicación extrema, cada unos de los miles de elementos en que se convirtió lo que antes era algo determinado y convenimos en llamarle vaso, y que ahora es un pandemonio. Algo indeterminado, sin fondo, sin forma, sin utilidad alguna, sin territorio concreto, sin bordes, sin leyes, sin códigos… un páramo desolado y desangelado. Yermo. Muerto.

Bien. Pues una guerra, cualquier guerra, viene a ser lo mismo en un país indeterminado. Algo, una realidad tangible, más hermosa o menos, con unas leyes o con otras, con unos elementos más o menos cohesionados a los que llamaremos habitantes, con unas tradiciones, unos códigos de conducta, una religión u otra, un sistema de educación, una coherencia dada por el transitar del paso de los días y de los años, de buenas a primeras, porque algunos así lo han decidido, es izada por la mano de un condenado y en este caso malévolo y ladino y especulador Sísifo y, lo que antes tenía fondo y forma, tranquilidad y reposo, materia concreta, espacio armonioso, colores y sabores, olores y evocaciones, en definitiva historia, se convierte de inmediato en un infierno dantesco; desastroso y angustiante lugar, en el que la vida se hace imposible y el sosiego marchó a unos derroteros que váyase usted a saber cuándo volverán si es que alguna vez lo hacen y de qué forma.

Bueno. Pues esto es Ucrania. Y los cachitos del vaso, cada uno de sus ciudadanos. Todos heridos de una u otra forma, física o psíquicamente; deformados, desarraigados, asombrados por la hecatombe cuando no muertos. Y nadie, digo nadie, aunque lo intente, podrá recomponer el puzle como estaba. Y no hablemos de la multitud de sueños rotos y de la desconfianza hacia el otro.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios