Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sevilla, su Magna y el ‘after’
Tirando del hilo
La luz entraba a borbotones por las laderas serpenteantes. Eucaliptos y encinares bailaban al son de la mañana con sus cabelleras calentadas por el sol. El reloj arrullador de las palomas animaba el canto venturoso de los zorzales. Ambos componían con ingenuidad la sinfonía de aquel fatídico día. El río jugueteaba con la fuerza de un cachorro que creció sin saberlo. Mientras, Flora, de ojos garzos y Fauna, más felina, se divertían sorteando los vericuetos que les regalaba la maraña verde y frondosa. La naturaleza pudibunda imperaba con mágicas tonalidades embriagándolas de sosiego y bienestar. Relamiendo el sabor de la tierra, sintieron la certidumbre de sentirse a salvo dentro del abrazo del bosque.
Sin esperarlo, advirtieron que la ladera gritaba de dolor. Quizás fue el rechinar de dos piedras, dos cristales que disputan, una chispa de un tractor, un rayo que decidió descansar en el cerro, un imprudente campesino o tal vez una mano maliciosa conducida por la codicia prometida. Lo desconocían, pero de repente, Flora y Fauna se vieron encerradas por llamas fatuas y asfixiantes. La virulencia de la flama ardió también en su interior. Sus pulmones se llenaron de ceniza y en sus sesos comenzó a brotar un poso humeante y putrefacto. Flora corría de la mano de Fauna, hasta que no resistió la fuerza que ejercían las raíces que la ataban a la tierra, haciéndola presa y libre al mismo tiempo. El aire estaba estancado y se percibía un recóndito olor a pólvora. Fauna, resignada, tuvo que huir para salvarse. No encontraba la salida cuando, aturdida, notó que una mano delicada le ayudaba a salir ilesa de la desgracia.
Un aire luctuoso se apoderó de la escena. La mano humana y Fauna quedaron a merced de los elementos ingobernables de la naturaleza. Las llamas consumieron sus certezas y la rabia de ver el corazón de su vida arder comía de sus entrañas. A kilómetros de aquel infierno, nubes de humo negro recordaban la tragedia desgarradora que vivían los vecinos mineros en el centro de la Sierra. Una zona olvidada, despoblada y desprotegida. Una jungla donde el cambio climático acecha y la mecha está lista para ser prendida. Ahora, las familias acogen familias, el pueblo construye redes sólidas y solidarias. Las manos se vuelven artesanas de mecedoras cálidas y resistentes.
Ya entre sombras, las estrellas recuerdan la luz de su naturaleza, la luna, teñida de blanco fuego, nos sitúa en nuestra efímera dimensión. El viento escucha el gimoteo de la tierra que se queja por su corazón herido y de lejos le promete que la calma empezará pronto a soplar. Vecinos, ¿cuánto habéis perdido?, preguntó Fauna. Ellos, sobrecogidos no dudaron: "Un valor incalculable, querida tierra nuestra".
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